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Incumplimiento

Intromisiones militares

La semana pasada circuló el video institucional en que la Policía Nacional, a través de sus voceros (los señores A. Pérez, M. Mendoza y J. James) enviaba a la Policía Nacional de Colombia un “mensaje de solidaridad” con motivo los “momentos tan difíciles por los que atraviesa la hermana república”. Semejante intromisión en asuntos que no son de su competencia fue ampliamente criticada por sus peligrosas implicaciones.

Doña Teresita Yániz recalcó su inconstitucionalidad, calificando la declaración de “indecente y ofensiva”. José Blandón, presidente del Partido Panameñista, afirmó que “le está constitucionalmente vedado” al organismo de seguridad “hacer pronunciamientos políticos como éste y peor aún, sobre política exterior” (La Prensa, 20 de mayo).

El Dr. Miguel Antonio Bernal añadió que no solo la Constitución, en su artículo 311, sino—además—la Ley 18 de 1997 (orgánica de la Policía) prohíben injerencias de esta naturaleza (El Siglo, 24 de mayo). El artículo 311 constitucional establece:

“Los servicios de policía no son deliberantes y sus miembros no podrán hacer manifestaciones o declaraciones políticas en forma individual o colectiva. Tampoco podrán intervenir en la política partidista, salvo la emisión del voto. El desacato a la presente norma será sancionado con la destitución inmediata del cargo, además de las sanciones que establezca la Ley.”

El artículo 9 de la Ley orgánica de la Policía indica: “Los miembros de la Policía Nacional actuarán con absoluta neutralidad política. En consecuencia, no pueden deliberar sobre asuntos de carácter político, pertenecer a partidos políticos ni intervenir en política partidista. Tampoco podrán efectuar manifestaciones o declaraciones políticas en forma individual o colectiva, salvo la emisión del voto. El desacato a la presente norma será sancionado con la destitución inmediata del cargo y demás sanciones establecidas en la presente Ley o en los reglamentos respectivos.”

De quién fue la brillante idea de emitir el video—claramente engarzado en la cultura militarista que prevalece en los organismos de seguridad y el partido gobernante—ignórase. Evidentemente, gozó de aprobación institucional y no es de extrañar que hasta de la propia presidencia. Pero, en la nitocracia, nadie se dignó aclarar nada.

El gasto que generó semejante exabrupto recibió el refrendo de la Contraloría General de la República. La Asamblea Nacional, que ha debido en este caso ejercer su función fiscalizadora (independientemente de que el pleno esté en receso), proponiendo un voto de censura contra el ministro de Seguridad—según lo establece el artículo 161 (numeral 7) de la Constitución—no dijo ni pío. Y la Defensoría del Pueblo, que existe para defender los derechos humanos de la población, ni se dio por aludida.

El 21 de mayo, un comunicado del Ministerio de Seguridad informó de la remoción del director general de la Policía, sin explicación alguna. Acto seguido, el denominado “Colegio Nacional de Profesionales de los Servicios de Policía de Panamá” emitió su propio comunicado, el cual destaca el “loable desempeño” del funcionario despedido y comenta que su remoción “sacude la moral institucional”.

Proviniendo de miembros de la policía, este pronunciamiento también es violatorio de la Constitución y la Ley 18 de 1997. Pero en este país de desequilibrios inconstitucionales y desarreglos antijurídicos, nadie mete en cintura a los cuerpos de seguridad transformados en unidades militares, a pesar de lo que ello representa para la seguridad ciudadana y la institucionalidad democrática.

Gracias a la desatención de los primeros gobiernos “democráticos” y al azuzamiento de los siguientes, los organismos de seguridad, inicialmente conceptuados como organizaciones civiles sometidas a la autoridad constitucional, se han salido del tiesto, adquiriendo todas las características de entidades castrenses. El adalid de este proceso fue Martín Torrijos, quien puso a militares a cargo de la policía y el ministerio de Gobierno y Justicia, e impuso, mediante decretos-ley, la transformación de los organismos de seguridad en cuerpos armados de corte castrense.

Sus sucesores encontraron muy conveniente este formato, que se dedicaron a fortalecer a través de escandalosos aumentos salariales y otras prebendas para los jefes militares. El actual gobierno—el peor de que haya memoria—ha rematado, dándoles a los militares carta blanca para avasallar, reprimir, molestar, hostigar, coimear y extorsionar, a partir de los malhadados decretos sanitarios que ha vomitado sobre la población. Decretos, por cierto, que una Corte Suprema abyecta y corrupta mantiene vigentes, para perpetua descalificación de sus integrantes.

Hay gente que rehúsa entender que la intromisión de los militares en esferas que no son de su competencia es un grave problema constitucional. Piensan que la militarización de la seguridad pública es una solución a la creciente inseguridad ciudadana.

Por su extrema simpleza no se percatan de que la militarización ha traído como consecuencia un aumento en la criminalidad y un crecimiento en el abuso contra la población. ¿Será necesario repetir que los organismos de seguridad están penetrados por el crimen organizado y que, a medida que aumenta el poder de los militares, aumentan también las arbitrariedades contra las personas?

La intromisión militar va de la mano del autoritarismo y la corrupción. Esas son las dos caras de la moneda llamada militarismo, el principal legado de la narcodictadura castrense y del PRD.

El autor es politólogo e historiador y dirige la maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá.



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