Hace 13 años, Vargas Llosa describía la sociedad contemporánea occidental como la civilización del espectáculo. Se refería, en todo caso, a que el periodismo había relegado a un segundo plano sus funciones principales -informar, opinar, criticar y ejercer contrapeso al poder político- para privilegiar el rol de divertir o entretener, aún a expensas de profundizar la incultura, deteriorar el aprendizaje educativo o violar la privacidad de las gentes. Durante la última década, además del esparcimiento, habría que agregar la creciente difusión de noticias falsas, posverdades, supersticiones, teorías conspiratorias, fobias de toda índole, actitudes negacionistas y hasta agravios a la ciencia. La pandemia de Covid-19, para colmo, ha catapultado la propagación de todas estas deplorables acechanzas. Vivimos realmente la civilización del absurdo.
Muchos comunicadores sociales buscan, por encima de todo, la primicia o la reseña insólita, que pueda generar morbo y escandalizar más que ninguna otra. Lo peor es que si no la encuentra, hasta la fabrica. El Nobel de Literatura aludía a que como ya nada indigna a las sociedades donde casi todo está permitido, se tiende a ir cada vez más lejos en la temeridad informativa, valiéndose de lo que sea, aplastando cualquier escrúpulo, con tal de conseguir popularidad. La prensa amarilla, habituada a esos exabruptos, ha ido contaminando con su miasma a la autodenominada prensa seria, provocando que los límites entre una y otra sean cada vez más porosos. Para no perder seguidores, los medios se ven arrastrados a divulgar patrañas y glosas difamadoras, contribuyendo a la degradación de la información y a la trasgresión de la realidad. Los periodistas más equilibrados y objetivos, desafortunadamente, no se atreven a condenar públicamente las repugnancias del periodismo de cloaca, porque temen que su censura sea percibida como un atentado a la libertad de expresión.
La cultura de nuestra época cobija y aplaude todo lo que entretiene y divierte, en todos los dominios de la vida social. Las contiendas electorales, por contagio, no representan un debate de propuestas programáticas, sino lances publicitarios en los que, en vez de convencer con ideas creativas, los candidatos tratan de seducir y excitar, apelando a las bajas pasiones o los instintos más rudimentarios, a los efluvios irracionales del ser humano antes que a su inteligencia y su razón. Y esto ya no solo ocurre en países tercermundistas; en las últimas campañas de Estados Unidos, ha imperado la frivolidad, la mentira, la estupidez y la chabacanería. La civilización del absurdo está conduciendo a una absoluta translocación de valores. La exaltación de modelos icónicos o figuras ejemplares responde básicamente a dianas mediáticas, pues la apariencia ha oscurecido a la sustancia en la apreciación del público.
No son los comportamientos éticos, los denuedos intelectuales, los éxitos sociales o los méritos artísticos, los que hacen que un individuo descuelle, gane la admiración de compatriotas o sea arquetipo a imitar para la juventud. Las personas más proclives a ocupar las portadas informativas, por el contrario, son escogidas por los golpes que propinan, los ponches que ejecutan, los goles que anotan, los negociados que prosperan, las pachangas que organizan o las bataholas de corrupción que protagonizan. Si le preguntamos al ciudadano común por nombres de panameños ilustres, la inmensa mayoría recordaría a Durán, Blades, Alfanno, Rivera, Rommel o Pincay, pero pocos reconocerían a quienes sobresalen en el ámbito científico. Músculos y cuerdas vocales opacando a neuronas. Disfruto, por supuesto, los triunfos de nuestros deportistas y cantantes, pero es la educación y la ciencia las únicas disciplinas que nos pueden sacar del letargo tercermundista. Panamá tiene una envidiada Ciudad del Saber y muchísimo talento científico joven que explotar. En ciencia, alcanzar una publicación en Nature, Science, NEJM, Lancet o Plos, es equivalente a obtener una medalla de oro olímpica o un premio Grammy. Numerosos coterráneos poseen en su haber dichos méritos, pero eso no parece ser motivo de orgullo nacional y parlante mediático.
Carl Sagan en su libro The demon-haunted world, manifiesta que la ciencia es mucho más que un volumen de conocimiento; es básicamente una forma de pensar. Y es precisamente en momentos de incertidumbre y desinformación como el que transitamos, cuando ese pensamiento crítico se hace éticamente imperativo. La buena ciencia se practica cotidianamente, no se pregona ni dirime en programas televisivos destinados a menesteres mundanos, sino en foros académicos donde se ponderan o refutan evidencias. En el campo médico es mejor exponer a pocos a un fármaco todavía experimental, bajo la rigurosidad del método científico, que masificarlo sin un adecuado control sobre su enigmática utilidad e inocuidad. Eso jamás pasa en lugares con sólidas instituciones reguladoras, porque el facultativo podría perder su licencia profesional. En Panamá, tristemente, como las autoridades siempre se han movido en entornos de laxitud, demagogia e improvisación, se aprueban manejos ambulatorios de obscuro beneficio con fines populistas, más que técnicos.
La ignorancia no es que sea demasiado peligrosa por sí sola, pero si se combina con poder, la mezcla puede tornarse desastrosa para cualquier país. Lo estamos viviendo…
El autor es médico infectólogo