Es común escuchar la expresión “tengo la depre”, que hace referencia a un estado anímico susceptible, de tristeza profunda y falta de motivación. Quizá en algún momento algunos de nosotros hayamos atravesado por una situación particular que nos llevó a sentirnos deprimidos y a pensar “¿qué sentido tiene mi vida?”.
Durante la adolescencia los cambios físicos, neurológicos y hormonales, aunados a la búsqueda de la propia identidad, hacen pasar al individuo por momentos de desequilibrio emocional, situación perfectamente normal, que es parte del proceso de encontrar el equilibrio necesario para forjar un carácter sólido, una personalidad propia y valores que contribuyan a la sociedad a la que se pertenece. Pero, ¿qué sucede si el individuo es incapaz de encontrar el equilibrio emocional y, al salir de la adolescencia, el desánimo y la incertidumbre persisten?
Una gran deficiencia del sistema educativo panameño es la poca o nula atención que se le da a la educación emocional. Ezequiel, Simpson, miembro de Jóvenes Unidos por la Educación, lo expresa en su artículo publicado en la La Prensa, el 4 de febrero, cuando afirma que el momento más oportuno para trabajar las emociones es, precisamente, durante la etapa escolar temprana. No se puede controlar el entorno donde cada individuo se va a desenvolver, pero sí se puede educar emocionalmente a las generaciones. De ser así, sería el gran salto en la lucha contra la depresión, una epidemia moderna.
La depresión más que un mito, es una realidad, que la generación actual de jóvenes experimenta frecuentemente. Esta situación es ignorada por la sociedad que estigmatiza a quienes tienen esta condición y los etiquetan como débiles. La depresión en Panamá es la principal causa de suicidios e intentos de suicidios, tendencia creciente, siendo los más afectados, adolescentes y adultos jóvenes.
Existen muchos factores que son detonantes de episodios depresivos, como maltratos, disfunción familiar, enfermedades o abuso de sustancias ilícitas. Un fenómeno que ha influido mucho es la baja autoestima y la incapacidad de manejar adecuadamente las emociones.
Muchos adultos jóvenes son socialmente funcionales y aparentemente felices, pero en realidad son personas deprimidas.
Las redes sociales son la herramienta perfecta para enmascarar esta epidemia social. Hay una competencia entre los usuarios de quién aparenta ser más feliz. Para ello, se esfuerzan por demostrar estados de felicidad ficticios, mientras que en su vida personal, laboral y afectiva existe una carencia de autoaceptación.
La adultez temprana supone una etapa que, para muchos, consiste en alcanzar metas y expectativas trazadas durante la adolescencia, muchas de ellas formuladas desde una ilusión poco realista. Existe también la presión de cumplir con lo que la sociedad dicta que se debe haber alcanzado a cierta edad. Estos factores generan una atmósfera de inconformidad y desesperación, que provoca ansiedad y depresión y nos distrae de lo que realmente es importante. Estamos vivos: luchemos por lo que de verdad hace sentir plenitud y felicidad. Amémonos. Perdonémonos y sigamos adelante.
La autora es egresada del Laboratorio Latinoamericano de Acción Ciudadana (LLAC) y miembro del Capítulo en Formación de JUxLaE Colón