La guerra, otra vez



Desde su carro, un hombre escucha a todo volumen el himno nacional de su patria. Una señora de 70 años se detiene a ver cómo una bomba ha destruido su casa. Llorando, un padre se despide de su hija. Minutos antes de ir a la batalla, un joven llama a sus padres a decirles, quizás por última vez, que los ama. Un hecho que ha estremecido al mundo: después de 76 años de paz, estalló una guerra en Europa.

Con la excusa de “desmilitarizar” y “desnazificar” a su país vecino, la invasión militar de la Federación Rusa, por supuesto, ha sido brutal. Resulta difícil creer que, a estas alturas, se pongan a trazar las fronteras nacionales a punta de bombas y pistolas. Parece ser que no han aprendido de la historia. La guerra arruina, mata y destroza. En su brutalidad, las guerras son una tragedia para su gente y para la región, ya que a menudo ha llevado a más guerras, la pérdida de innumerables vidas y el colapso de naciones enteras. Por otro lado, en su inutilidad, las guerras son absurdas. Crean consecuencias no deseadas, con altos costos humanos, económicos y políticos. Toda guerra, sin importar su objetivo, es una guerra contra la humanidad. Así que en cierto modo me atrevo a decir que en la guerra, ni un lado gana. En la guerra, por desgracia, perdemos todos.

No soy la única que piensa así, pues las calles de Rusia han sido testigo de protestas contra la invasión de Ucrania por parte del presidente Vladimir Putin. Aunque les cueste la libertad, miles de personas se han lanzado a las calles a gritar “No a la Guerra.” Ya son alrededor de 2 mi 700 los que han sido detenidos. Pero estas protestas en favor de la paz no terminan en Rusia. Desde Londres y Nueva York hasta Tokio y Viena, miles de personas han tomado plazas públicas y embajadas rusas para protestar. Si algo nos queda claro con estas protestas es que el mundo está horrorizado, como debería.

Sin lugar a duda, esta guerra provocará la crisis humanitaria más grande en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Son más de 100 mil ucranianos que han huido de sus hogares y miles se han refugiado en países vecinos. No podemos olvidar que, hace unos meses, Ucrania había recibido refugiados de Afganistán y Belarús, cuyos hogares fueron aplastados por conflictos y se han encontrado nuevamente en posición de huir. Pero mucho me temo que las potencias del mundo continuarán mirando de lejos, pues las diferencias entre ser miembro y ser socio de la OTAN son profundas. Este último no puede apelar al Artículo 5, por ejemplo.

Creciendo, me dijeron un sin número de veces que el diablo sabe más por viejo que por diablo. Qué equivocados estaban. A mis veintitantos años, he aprendido que la gran mayoría de los viejos en el poder no saben nada, hacen caso omiso de las lecciones del pasado, y como si eso fuera poco, son cobardes y tienen un déficit de empatía que repugna. Fue un piloto alemán, Eric Hartmann, el que dijo que la guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian, se matan entre sí, por la decisión de viejos que sí se conocen, pero no se matan.

Se podría pensar que después del sufrimiento humano devastador y el desastre económico mundial de la Segunda Guerra Mundial, ésta finalmente sería la guerra que terminaría con todas las guerras. No podríamos haber estado más alejados de la verdad: sobra decir que queda mucho por hacer en la lucha por la paz. Pero, tengo esperanzas de que mi generación sea la primera que no desencadene guerras, lidere intervenciones militares o provoque conflictos. Tengo esperanzas de que mi generación sea la primera que valore la paz, como si la humanidad dependiera de ello. A fin de cuentas, lo hace. Si me preguntan si me imagino un mundo sin guerras, la respuesta es sí. No me queda de otra. Y tengo esperanzas de que sea mi generación la que nos lleve a él.

La autora trabaja para el Comité Internacional de Rescate

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