La primera asamblea constituyente panameña se reunió 180 años atrás, en 1841, luego del establecimiento del Estado del Istmo, nuestra primera república, el año anterior (1840). En ejercicio de sus facultades soberanas, el 8 de junio de 1841 la convención dictó la primera constitución panameña y, tres días después—el 11 de junio—eligió presidente del Estado del Istmo a Tomás Herrera.
Tomando en cuenta esa primera experiencia, hemos tenido en Panamá 10 asambleas constituyentes: 1841, 1855, 1863, 1865, 1868, 1870, 1873, 1875, 1904 y 1945-46. El país no se acabó, la economía no se derrumbó, la sociedad no se dislocó y el mundo no se desestabilizó como resultado de estas experiencias constituyentes.
Contrario a lo que algunos sostienen, la asamblea constituyente soberana no representa una ruptura del orden constitucional, un golpe de Estado o nada que se le asemeje. La constituyente es un recurso a la soberanía popular en la que se funda el Estado democrático.
Nadie que sea partidario del sistema democrático puede negarlo. Hasta la Constitución vigente, con todas sus imperfecciones, reconoce que “el poder público solo emana del pueblo” (Art. 2). Los que lo niegan son autócratas disfrazados de demócratas.
Recurrir a la ciudadanía para que ejerza el poder constituyente que naturalmente le corresponde no puede ser “inconstitucional”, porque el poder constituyente es anterior a la constitución. Del poder constituyente emana la constitución, no al revés (la constitución no puede regular el poder constituyente).
Una constituyente de plenos poderes, elegida popularmente de acuerdo con reglas democráticas, que permitan la más amplia participación y la integración de una convención por delegados idóneos y representativos de la sociedad, no solo proveería una nueva ley fundamental, adecuada a nuestras circunstancias.
También permitiría iniciar una necesaria labor de saneamiento institucional, incorporaría democráticamente al debate público a sectores marginados, y contribuiría a legitimar el sistema político, en aras de una mayor estabilidad y una más armónica convivencia entre panameños.
El principal temor de algunas minorías es, precisamente, que una constituyente soberana podría promover una renovación amplia del Estado. En este sentido, suele citarse el precedente de la Convención Nacional de 1945-1946, cuya primera actuación fue la de despedir de la presidencia de la república a Ricardo Adolfo de La Guardia, quien había usurpado el cargo en 1941.
A este señalamiento hay que responder que las constituyentes debidamente integradas, con personal idóneo, representativo de la sociedad, operan en comunicación con sus mandantes o representados y en sintonía con las realidades nacionales. Ya lo dice Emmanuel-Joseph Sieyes, exponente inicial de la teoría del poder constituyente, cuando afirma que los delegados o constituyentes no ejercen la voluntad común representativa “como un derecho propio: es el derecho de otro. La voluntad común no está ahí más que comisionada.”
Las circunstancias actuales demandan la convocatoria de una asamblea constituyente para expedir una nueva carta política y reorganizar el Estado panameño. A la situación actual de descomposición institucional, caracterizada por la informalidad, la corrupción, la arbitrariedad y el irrespeto a los derechos ciudadanos, hay que sumar un vicio anterior que descalifica a la Constitución vigente.
En su obra Panamá y su historia constitucional (1808-2000), el Dr. Ítalo Antinori Bolaños lo explica con suma claridad: “La génesis u origen de la Constitución de 1972, no se puede borrar. Fue producto de la inspiración y voluntad política del régimen militar que lideró el general Torrijos. Lo que hemos denominado reiteradamente el vicio de nulidad por falta de voluntad nacional, persiste en dicha Constitución aunque la hayan maquillado en tres (3) ocasiones y aunque se haya pretendido hacerlo con fracasados proyectos de reformas constitucionales” (pág. 240).
A las tres reformas que señala el Dr. Antinori en su edición del año 2000, habría que agregar una cuarta en 2004. Aún con cuatro reformas, la constitución sigue siendo inadecuada a nuestras aspiraciones democráticas.
Entre otros males, mantiene vigente un sistema político en el cual un partido minoritario controla la política nacional y municipal, con consecuencias muy nefastas para todo el país.
El método más adecuado “para reformar las estructuras anquilosadas del Estado”, agrega el Dr. Antinori, es una “Asamblea Constituyente Absoluta o Clásica” (pág. 259). El método que algunos sectores dominantes están dispuestos a considerar, sin embargo, es el de la “paralela” contemplada en el Art. 314 de la Constitución vigente.
Esta “paralela” es una caricatura de constituyente, cuya convocatoria según el Art. 314 producirá una Asamblea tan mala como la existente, incapaz—por la ineptitud de sus integrantes—de discernir el interés nacional y exponerlo en un texto coherente que sirva de base para enderezar el rumbo del Estado panameño.
Uno de los mayores desatinos del Art. 314 es no contemplar la elección de constituyentes nacionales, como se hizo en 1945, quienes podrían aportar a los debates una visión más amplia y propuestas más relevantes al interés nacional que los delegados provinciales o comarcales.
En cuanto a sus funciones, el Art. 314 señala que la “paralela” “podrá reformar la actual Constitución de forma total o parcial, pero en ningún caso las decisiones que adopte tendrán efectos retroactivos, ni podrán alterar los períodos de los funcionarios electos y designados”. Esta redacción pone en evidencia que la tal “paralela” no es una constituyente, cuyas facultades no pueden limitarse mediante disposiciones constitucionales o legales.
De esta y otras maneras se cercenan las posibilidades de transformación del Estado panameño que una auténtica constituyente, elegida en ejercicio de la voluntad popular, pudiese llevar a cabo.
El autor es politólogo e historiador y dirige la maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá.


