Es siempre más fácil pronosticar el desenlace de un partido de fútbol al leer las crónicas periodísticas del día siguiente. Todos somos infalibles en retrospectiva. Debido a mi cruda franqueza, he recibido ataques gratuitos desde todos los flancos, pero mi conciencia no me permite ser ni hipócrita ni políticamente correcto. Hace 20 años, admití mi ateísmo públicamente y eso ha parecido más delito que pecado para nuestra sociedad. Esa crítica la tolero bien porque la fe es personal e inescrutable. Los cuestionamientos que si me preocupan son esos emitidos por respetados académicos, basados en conjeturas no bien escudriñadas. Solo bastaría consultar para aclarar cualquier duda legítima. Plasmar desconfianza en comunicados o entrevistas sobre la transparencia en directrices técnicas, sin antes profundizar en la situación fáctica, me desconcierta ostensiblemente.
Recientemente (mayo 17), aclaré la confusión sobre mortalidad y letalidad. Aunque tenemos bastantes casos por millón de habitantes, el porcentaje de letalidad por confirmados es 2.6%, inferior a la media continental (5.7%) y global (6.1%). Sabemos, además, que varios países de la región no han buscado Covid-19 en muchas de sus muertes, como acá. Otro punto importante es la masificación de pruebas de PCR. Se desconoce número ideal a realizar; no hay un número mágico oficial. Algunas estimaciones señalan que lo mínimo es 1 prueba diaria x cada 1,000 habitantes o, en su defecto, lograr 10% de positividad. No se ha alcanzado dicha cantidad por limitaciones en la adquisición internacional, aunque nos hemos ido aproximando a 1,500 por día, al abrir más centros de detección y entrenar personal. Aún así, Panamá está entre los primeros tres países latinoamericanos en pruebas por tamaño poblacional. Otros lugares han tenido que depender del diagnóstico clínico. Conseguir kits serológicos ha sido más difícil debido tanto a la demanda mundial como a la cantidad de marcas no fiables que ha tenido que analizar el Instituto Gorgas (Icges). El principal objetivo de estos insumos es determinar el porcentaje de población que ya padeció la infección. Nuestras estimaciones apuntan entre 2.5% y 5% de prevalencia en el momento actual.
Una enorme debilidad local es no contar con un nivel primario de atención en salud sólido y eficiente, como Costa Rica o Uruguay. Chile suponía tenerlo, pero ahora tiene a pacientes disputándose la última cama disponible. Gran parte de esta deficiencia es la ausencia de un modelo sanitario único, propuesto en la hoja de ruta 2008. Para el control de la pandemia urge identificar y aislar rápidamente a enfermos y contactos, algo que requiere rígido control comunitario por trazadores sanitarios (unos 30 por cada 100 mil habitantes) para cortar brotes. La creación de una unidad de inteligencia epidemiológica (idealmente en el Icges) es un imperativo. Lo más importante, a mi juicio, es que la capacidad hospitalaria nunca colapsó. Numerosos países del primer mundo, repletos de recursos económicos, tecnológicos y nosocomiales, no pueden decir lo mismo. Soy consciente que prolongar la cuarentena era ya insostenible, debido al devastador impacto económico, social y hasta sanitario ocasionado, pero levantarla muy laxamente amerita un nivel de organización y disciplina que no tenemos como nación. Me inquieta que los individuos más vulnerables (afectados por sindemias de precariedad multidimensional), son los más propensos a sufrir las consecuencias ante significativos repuntes. Por el bien común, les pido a todos solidaridad.
La ciencia se perfecciona a partir del error. La generación de nuevas evidencias que desmantelan o modifican las anteriores ocurre de manera dinámica, conforme se optimiza la metodología para ejecutar e interpretar investigaciones. La actualización de conocimientos es piedra angular en la práctica médica. Los que estudiamos medicina sabemos que debemos reaprender toda la vida y que nuestras anécdotas terapéuticas deben ser sometidas tanto al consentimiento del paciente como al riguroso escrutinio científico. No tengo ningún problema en ejercer la autocrítica, porque la considero esencial para corregir ideas preestablecidas. Como escribí (marzo 22), la comunidad científica dudaba que este coronavirus causaría una crisis de salud pública mundial; de allí el retraso de la OMS en declarar la pandemia. Otra novedad del SARS-CoV-2 fue su eficiente transmisión en estadios asintomáticos, algo que propició el uso de mascarillas en gente aparentemente sana, recomendación ausente en las guías académicas occidentales. Todos nos hemos ido instruyendo con el tiempo.
Sé que hay mucho profesional valioso que pudiera brindar brillante asesoría y aportación multidisciplinaria. Acepté el llamado de la ministra, en quien confío, para colaborar de manera desinteresada, como lo he hecho también en administraciones anteriores, pero cedo mi puesto con gusto para refrescar iniciativas. Creo haber contribuido a salvar vidas, algo que me satisface como médico y ser humano. Las proyecciones, sin confinamiento, indicaban que hoy, en escenarios intermedios o pesimistas, tendríamos entre 725 y 2,545 defunciones. Debido al ruido sobre presunta corrupción externa, noticias falsas sobre la pandemia, acusaciones temerarias y francotiradores de odio, mis seres queridos piden que abandone la palestra pública. Lo medito...
El autor es médico