Desde que recuerdo, la formación escolar determinaba el éxito de aquellos que terminaban su educación hasta los niveles más altos. Siempre se ha enfatizado que tener un título académico o más, resultaba en el acceso a mejores oportunidades de empleo y desarrollo profesional. Todo esto bajo las exigencias de un riguroso plan de estudios, de asistencia a clases, de múltiples pruebas de conocimiento y hasta de un trabajo de investigación al final de las carreras. ¿Cuántos pasaron por este proceso? ¿Cuántos encontraron una satisfacción profesional? ¿Todavía se puede aspirar a estas metas dentro de las aulas universitarias estatales?
Tal vez he querido presentar una panorámica educativa de años atrás, cuando encontrábamos a docentes conocedores y preparados para la enseñanza. Tal vez, estoy pintando un escenario educativo ideal en el cual los modelos a seguir no solo estaban en los docentes, en su preparación, sino también en las facilidades estructurales y recursos didácticos de una escuela. Entonces, ¿qué vemos hoy? Yo diría que una combinación de desvergüenza y frustración en todos los niveles del sistema estatal educativo, pero que a nivel universitario es aún peor. La realidad es que la educación en las universidades oficiales duele.
Empecemos por el caso más reciente. El triste espectáculo brindado por los diputados de la Asamblea Nacional (AN) en la aprobación de una ley para la reelección de la rectora de la Universidad Autónoma de Chiriquí (Unachi), Etelvina de Bonagas, deja al descubierto un nefasto contubernio entre los políticos y los actuales jerarcas de esta universidad, y no dejo de pensar en las consecuencias de estas decisiones. ¿Se imaginan cómo se puede sentir un adolescente de escuela media que se debate entre estudiar una carrera universitaria o ser miembro de un partido para aspirar a un nombramiento en un futuro? ¿Será más conveniente tener influencias dentro de una institución de educación superior como la Unachi y asegurar un empleo? Estas preguntas están cada vez más presentes por la grave crisis económica que ha dejado la Covid-19.
También es impresionante el nivel de desvergüenza que hay entre aquellos en la Unachi que ignoran las acusaciones y justifican sus acciones o tratan de defenderse sin un ápice de credibilidad. Tal vez estemos concentrados en este caso en particular, pero no olvidemos que existen otras universidades estatales que no han sido investigadas a cabalidad y que presentan estos mismos problemas que han mantenido por décadas.
Más que una clara frustración para los actuales y futuros estudiantes universitarios ante este escenario de confabulaciones, agendas ocultas y el claro convencimiento que “nada va a cambiar”, está el daño al recurso humano de todo un país. Si los diputados, los “Padres de la Patria”, se “venden” al mejor postor, ¿qué se puede esperar a lo interno de una universidad que ha conseguido extender su “juega vivo”? ¿Vender diplomas de grado? ¿Promover docentes o administrativos sin formación superior reconocida o avalada?
La rectora Etelvina de Bonagas dijo en reciente entrevista que, cuando inició su mandato, ella había encontrado a la Unachi como un “cuchitril”. Quizá ahora tenga más edificios y grandes ingresos para ella y sus allegados. A lo mejor ella considera que es casi Harvard, pero no puede obviar que es una institución carcomida por la corrupción y el nepotismo. Tampoco puede obviar que su actuar es una afrenta para los trabajadores honrados y dedicados de esa casa de estudios. Pero sobre todo esto, que no ignore el dañino nivel de frustración que ha permeado entre sus estudiantes.
Solo espero que las otras universidades se miren en este vergonzoso espejo y que esta ley no sea avalada por el presidente Laurentino Cortizo. Que la “estrella” de su gobierno no se convierta en un meteorito a punto de caer en el futuro de nuestra juventud.
La autora es docente universitaria