Odio las fotos. Captan instantes tan hermosos, que me parece durísimo que después me miren con la frialdad absurda de lo que no está. Pero así son los recuerdos: una suerte de maldad que el Hado dispone para hacernos conscientes de lo frágil que es todo, de su vocación de irrecuperable.
Especialmente molestas me resultan las fotos de mamá. No por ella, que luce en todas tan aquí, tan conmigo, es porque no puedo entrar en ellas para revivir el instante en el que nos dijeron, “así, sonrían”, y flash, click o como fuera, y mamá comenzara a hablar de la Polaroid que tenía en los ochentas, “que sacaba unas fotos instantáneas bien bonitas”, y seguir oyéndola, seguir mirándola.
Sé que las fotos son lo que son, que es el miedo a la tristeza o la ausencia por lo que no quiero asomarme a ellas, por lo que no quiero aguantar las risas congeladas del pasado porque no puedo oírlas con los oídos, porque no puedo abrazar ya nunca más a sus protagonistas. Seré valiente, y mañana miraré las fotos de mamá para dorarme en los recuerdos de su mirada.
Si no tienen ya a su mamá, miren las fotos, seamos valientes, echemos nuestra lágrima por el recuerdo, y busquemos madres a las que abrazar, sigamos cuidando del afecto natural, enseñemos a nuestros hijos a honrar a las madres, a todas las madres. En días en los que escasean los valores, mantener esta tradición de apartar un día para pensar en la madre, es un sano recordatorio de dónde venimos y del respeto que les debemos.
En una foto hecha en Gijón, mamá levanta la mano derecha y saluda. Muchas veces me entristecí viendo en el gesto un adiós, pero mañana veré la foto de mamá y veré un hola, un “qué pasó mi vida”, y le contaré que estamos bien, que la extrañamos, y le diré ¡feliz día, mamá!, intentando sonreírle al recuerdo.