El anteproyecto de la Ley General de Cultura de Panamá propone un curioso guiso de sabores y grasas. Recientemente, la Asamblea Nacional prohijó este anteproyecto, y ya ha comenzado a recorrer el país para sostener consultas ciudadanas. No envidio a los funcionarios que tendrán la responsabilidad de procesar estas contribuciones. Es difícil legislar sobre la cultura cuando esta área de política pública se ha hundido en la ambigüedad conceptual, institucional e instrumental, gracias a organizaciones como la UNESCO que sugieren que la cultura es todo: “…(L)os rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o un grupo social…(E)ngloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales al ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias y que la cultura da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo…”. En efecto, entre las justificaciones del anteproyecto encontramos que la cultura es lo que fuimos, somos y seremos. Paradójicamente, estas amplias definiciones limitan la posibilidad de que esta ley se centre en el bienestar de las personas. En su lugar, el anteproyecto muestra la muy pesada tendencia internacional a plantear políticas culturales simbólicas. Es decir, al no existir límites en su campo de acción, se enfoca en enviar señales y símbolos sobre el futuro del sector y cuáles sectores podrán tener acceso a recursos y cuáles no.
Esto también significa que para hablar de lo que nos gusta del anteproyecto no vale la pena dar justificaciones detalladas. Es probable que tú y yo partamos de diferentes definiciones de cultura y el rol que juega en la política pública, y nuestras opiniones harán poco para reducir las diferencias de acceso y poder. Por mi parte, me gusta que el anteproyecto brinda ciertas luces de que la cultura debe ser pensada más allá de la tarima posfolklórica de nuestras bellas polleras. Eso para mí, no sé para ti, es un logro. El anteproyecto habla de los derechos culturales de las minorías y de que el diálogo entre las culturas es necesario para el desarrollo sostenible. Me gusta que se propongan fondos concursables para proyectos culturales, con jurados internacionales y criterios claros. En un país donde, según el Latinobarómetro, más del 70% de los panameños nunca ha viajado al exterior y casi nadie confía en el vecino, estos procesos nos unirán un poquito más al resto del mundo, y podrán servir de ejemplo de procesos transparentes y justos.
No sé si me gusta que los centros educativos artísticos pasarán al Ministerio de Educación y que las bibliotecas al de Cultura. Por una parte, esto refleja el guacho conceptual e institucional del anteproyecto, pero al mismo tiempo pone fin a los penosos debates eternos sobre estos temas. Es preocupante que la propuesta no sea más enfática sobre el desgastante desfile de leyes sobre festivales, ferias y fiestas que los miembros de la Asamblea organizan para resolver un problema público que no existía, sin consideraciones presupuestarias.
Definitivamente, no me gustan las zancadillas que la ley le pone a los patronatos culturales. Estas van en contra del desarrollo de la muy mancillada sociedad civil. No me gusta, porque necesitamos un sector civil que represente sus intereses plenamente sin tener que pagar pleitesía a los funcionarios públicos de turno. No me gusta porque incrementarán aún más los costos de las transacciones necesarias para mantener patronatos, y por extensión, oenegés. Eso, por su parte, hará más difícil que personas de escasos recursos puedan abrir y mantener una alternativa a lo público y lo privado, aumentando el poder casi oligopólico que ciertas familias y grupos empresariales ya tienen sobre el sector civil cultural.
Finalmente, me gusta que Panamá pronto dejará atrás, oficialmente, la idea de que la cultura sirve para alimentar ese pensamiento nacionalista nostálgico que beneficia a pocos y destruye a muchos.
El autor es dramaturgo