Solo unos días después de que las juezas Ivett Vega, Jennifer Saavedra y Marisol Osorio, declararan inocente al expresidente Ricardo Martinelli en el caso de las escuchas telefónicas, un oscuro personaje con larga historia en la tragedia que vive la justicia panameña hizo su aparición en el escenario público. No le habíamos visto la cara desde el inicio de la pandemia.
Con su habitual actitud negacionista de crisis alguna, el magistrado José Ayú Prado enfrentó a los periodistas dando una primicia que parecía más bien una burla: su colega Cecilio Cedalise había perdido la ponencia en el controvertido proceso que anularía el caso de las escuchas. Además, aseguró que no podía comentar la decisión de las juezas, porque “aún tenía que leer todos los fallos para entender lo sucedido”. Palabras más o menos.
En realidad, su alegada ignorancia sobre los tejemanejes del caso de los pinchazos no convence. Y es que su actuación desde que llegó a la Corte Suprema de Justicia ha dejado una lamentable e imborrable estela. No olvidemos que su nombramiento en la cúspide del sistema de Administración de Justicia fue el final de un maratónico proceso de ascenso profesional, iniciado cuando el expresidente Martinelli lo sacara de la fiscalía encargada de investigar la delincuencia organizada -donde tuvo un papel clave en el proceso contra el expresidente Ernesto Pérez Balladares-, para designarlo Procurador General de la Nación, y más tarde magistrado de la Corte Suprema de Justicia. Todo un record que da claras pistas sobre sus fidelidades.
Recordemos. En 2016, el entonces magistrado presidente de la Corte Suprema tenía entre sus responsabilidades el proceso de implementación del Sistema Penal Acusatorio, una vieja aspiración de aquel Pacto de Estado por la Justicia surgido de una crisis que no ha hecho más que profundizarse.
En aquel momento, y alegando problemas presupuestarios, Ayú Prado decidió, con el apoyo de sus pares, violar la Ley 53 de 2015 que regula la Carrera Judicial, nombrando sin concurso a unos 900 funcionarios -entre jueces de garantía, jueces de cumplimiento, defensores, etc.- que debían implementar el nuevo sistema de justicia penal.
La decisión de ignorar la ley -por quienes debían velar por su cumplimiento-, provocó en aquel momento la airada reacción del procurador de la Administración, Rigoberto González, entonces presidente de la Comisión del Pacto por la Justicia. Su inquietud y preocupación por las implicaciones de lo sucedido no hizo pestañar a nadie en el Palacio Gil Ponce.
También reaccionaron con preocupación los miembros de la Alianza Ciudadana Pro Justicia, quienes presentara una denuncia por la comisión de los delitos de abuso de autoridad, infracción de deberes de los servidores públicos, usurpación de funciones y obstrucción del funcionamiento de Órgano Judicial, contra los miembros de la Junta Directiva de la Corte que, como ya se ha dicho, presidía Ayú Prado.
A pesar de que el magistrado presidente aseguraba que se requerían 10 millones de dólares para poder implementar la Carrera Judicial, Alianza Ciudadana detallaba en su denuncia que bastaban unos 200 mil dólares anuales para iniciar el proceso de implementación de la Carrera Judicial, lo que incluía la creación de la Secretaría de Recursos Humanos (50 mil 550 dólares anuales); la Dirección de Selección (30 mil 550 dólares anuales) y el Centro de Valoración por Competencia (109 mil 650 dólares anuales).
Además, los jueces, magistrados y personal designados directamente por los magistrados de la Corte empezaron a cobrar sus salarios tan pronto fueron nombrados, al igual que hubiera sucedido con aquellos que hubiesen sido elegidos por concurso.
Como es obvio, la principal consecuencia de ignorar los procesos establecidos por la Carrera Judicial fue la falta de independencia de los operadores de justicia. Los magistrados de la Corte pasaron a ser los jefes directos de todos esos funcionaros nombrados de forma interina y sin garantía de estabilidad. El control jerárquico quedó sellado y garantizado desde 2016 en el sistema penal acusatorio.
Según el conveniente diseño constitucional vigente, la denuncia de la Alianza Ciudadana pasó a la Asamblea Nacional, donde los diputados decidieron que no había nada que investigar. El proceso se cerró, la impunidad ganó otra batalla y la independencia judicial sufrió una nueva derrota.
Así llegamos a la insólita decisión del pasado 9 de noviembre, en la que tres juezas aseguran que no hay forma de vincular al expresidente Martinelli con las escuchas telefónicas, la invasión de la privacidad y la violación de garantías fundamentales que ocurrieron durante su Administración. Por lo visto, fueron incapaces de examinar y analizar las pruebas, los testimonios, los sucesos, las circunstancias, los antecedentes, utilizando una herramienta básica: la lógica. Algo se los impidió.
Ante un fallo tan descabellado salta el recuerdo. Y es que las tres juezas son parte del contingente de funcionarios nombrados sin concurso, sin estabilidad y sin independencia por Ayú Prado y sus pares en 2016.
Para hacer esos nombramientos, los magistrados violaron impunemente la ley. El mensaje y el modelo no pudo ser más claro.
La autora es periodista, abogada y activista de derechos humanos