Se llaman Shuar y su arte de reducir cabezas perseguía dos motivos concretos: el primero, dominar el espíritu del enemigo decapitado para que no volviera con deseos de venganza, y el segundo, exhibirlas para escarmiento y terror de los que las vieran.
Dominio y terror: la misma fórmula de los entusiastas de la ignorancia.
La reducción de cabezas es perfecta en estos tiempos de “consumo de simplificaciones”, como decía Nicolás Melini en una entrevista. La reducción, llevada a cabo en una liturgia de ninguneo del conocimiento y afeamiento de la búsqueda de criterio, tiene como fin prepararnos para las simplificaciones, que serán consumidas con un gusto ingenuo y sin el más mínimo atisbo de deseo de preguntarnos ¿es esto todo?
En esa cabeza reducida, llena de simplificaciones, se generan los mimbres con los que tejer nuestras propias tragedias. Matamos y nos dejamos matar cada vez por menos, nos abrazamos a cualquier moda, ideología o culto cuanto más breve sea el eslogan, porque tenemos tan reducido el criterio que ya no nos leemos El Capital o La Biblia, nos son suficientes un puñado de tuits que los mencionen.
Se nos olvidó muy pronto el viejo lema: “siempre hacia la luz”. Los entusiastas de la ignorancia prefieren que andemos a ciegas, con la cabeza reducida y opinando por las redes sobre titulares de los que nunca vamos a ir al fondo. Han conseguido que creamos la falsedad de que es imposible saber y que es ingenuo querer comprender lo que pasa y buscar soluciones.
Uno de los síntomas evidentes de cabeza reducida es la pereza de profundizar, la alegría por no saber y cargarse de razones del tamaño de un tuit con el argumento de “tengo derecho a decir lo que quiera”. Son estos los que no cumplen su deber de estar bien informados y después se quejan, pero se les pasa rápido, justo cuando reciben una nueva simplificación de lo que nos ocurre.
El autor es escritor