Este es el país de los despropósitos. Hay una pléyade de problemas que resolver y medidas que implementar para tener un futuro más promisorio, justo y equitativo. Pese a estas urgencias, los partidos ya hablan de supuestos candidatos para la presidencia de 2014. Los rumores, incluso, apuntan a coaliciones inverosímiles, producto de gente desesperada en ostentar poder. Hay que joderse.
La política es el arte de engañar y aniquilar ideales. A mi edad, una en que lo transitado sobrepasa a lo venidero, otorgo escasa credibilidad a las promesas de contendientes electorales. Ningún colectivo criollo tiene valores uniformes que marquen una línea definida en materia social o económica. Son una cofradía de oportunistas que desean gobernar para servirse del Estado, no para forjar el bienestar global como aspiración primordial. Los discursos populistas de solidaridad con los pobres son solo palabras volátiles y automatismos aprendidos.
Si no nos queremos frustrar, cada vez que elegimos mandatarios, debemos asimilar la noción de que todos los políticos mienten. De lo contrario, abajo el que suba. Los fatalistas y anarquistas de voz o pluma tampoco favorecen la convivencia pacífica entre compatriotas. Para lograr estabilidad democrática, necesitamos elegir al menos malo pero, salvo amenaza de comunismo o fascismo, dejarlo gobernar. El proyecto punitivo a la mentira, propuesto por Mauro, es un intento de atraer atención y cámara, típico de gremialistas otrora mediáticos, que ya transitan su crepúsculo biológico. No pierdo tiempo en utopías.
Las utopías suelen ser ponencias irrealizables. Sus defensores creen que pensando en lo imposible se llega a lo factible. Una estrategia que conduce a la amargura. Esas entelequias, en su acepción de sueños inalcanzables, no han dejado de existir a lo largo de la historia. Con cierta periodicidad irrumpen en la vida de las naciones, casi siempre con el loable propósito de mejorar expectativas ciudadanas, apareciendo como marejadas de opinión que unos expertos titiriteros manejan desde la sombra. Todos recordamos esa quimera de la pasada centuria, la dictadura del proletariado, sumida hoy bajo fastuosas ruinas, que también fracasó por culpa de lo peor de la condición humana: la enfermiza mente del poder encarnado en una línea monolítica, una concepción mesiánica y un pueblo sojuzgado por supuestos personeros, manipuladores del antiimperialismo y de una falsa dignidad que nunca podrá existir en detrimento de la libertad para pensar, la iniciativa empresarial y la facultad para discrepar de los poderosos y sus mañosos desafueros.
Desde la oposición todos se pintan como los salvadores de la patria. Los del PRD ya tuvieron dos oportunidades y sacaron mala nota. En lugar de renovar sus cromos, personajes jurásicos y funcionarios de triste recordación siguen liderando sus filas. Hay gente seria y capaz entre sus integrantes, pero son opacados por los mismos de siempre. Los arnulfistas que salen en los medios son remanencia de la anodina administración Moscoso y los más beligerantes, esos que usan el micrófono para despotricar en regadera, parecen actores sacados de un manicomio.
Existen individuos honestos e idóneos dentro de sus filas, pero marginados del espectáculo. Los dirigentes sindicales poseen peritaje en trancar calles, inventar conspiraciones y repartir volantes revolucionarias, una maestría académica insuficiente para conducir el porvenir de una nación, predestinada a ser próspera pese a la crónica corrupción de sus habitantes. La oxidada alternativa de izquierda, que busca infructuosamente adherentes, emana de aulas universitarias ya desfasadas de época y sigue exhibiendo más teoría que praxis. Sus cabecillas adulan al régimen cubano, pero prefieren no vivir en sus entrañas. La columna de un profesor conocedor de los entresijos castristas, Manuel Castro, ha desenmascarado la selectividad ética de esa corriente adocenada al emitir juicios de valor. Otro fiasco en potencia.
¿Qué nos queda? Presionar con argumento y respeto, desde cualquier tribuna, para que la derecha actual se desvíe hacia el centro, atempere excesos e invierta la bonanza económica en el desarrollo de todos, no de unos cuantos. Sin progreso social, el dinero generado se queda en manos de pocos. Sin progreso económico, el deterioro generado se esparce entre muchos. Denunciar actividades ilícitas e inmorales, contundentemente, para propiciar institucionalidad democrática y separación de poderes.
La deportación de Paco, por ejemplo, fue un lamentable error que tendrá eco negativo internacional. Mejorar el acceso y calidad de educación, único recurso eficaz para erradicar pobreza y alcanzar competitividad. La ausencia de filosofía e instrucción sexual en el nivel secundario nos retrotrae a las cavernas. La gastada retórica de satanizar libres mercados y repartir riquezas, sin apostar por sacrificio y creatividad individual, solo conduce a mediocridad y vagabundería. Hay que trabajar. Tirar piedras a la embajada yanqui ya pasó de moda. Despojemos los complejos de inferioridad que nos anclan al tercermundismo.
En tres años, tocará nuevamente elegir al menos malo. Vayamos acostumbrándonos. Sucede en todas las democracias.