No hay una fórmula específica para aplicar a todas las transiciones políticas. El parapeto de gobierno recibido por el presidente, Martín Torrijos, se asemeja más a una bomba de tiempo cuya desactivación ha demandado un cuidadoso ejercicio de prudencia y sensatez. El trabajo de estos 100 días ha estado orientado a crear un ambiente que priorice las tareas y que incorpore coincidencias. Está en progreso la instalación de un renovado estilo de gobernar y de gestionar la política.
Esa nueva práctica tiene confundida a la vieja escuela política. No han comprendido el proceso de transformaciones en el que está inmerso Panamá. Una oposición desarticulada pretende minar la credibilidad de Torrijos para tratar de entorpecer la consolidación de un proyecto de justicia social, de democracia económica y política con dignidad para los marginados del país.
Las transformaciones son innegociables. Para navegar en el mar de cambios en el que está Panamá, hay que entrar por la puerta de la consulta, el equilibrio y el diálogo fructífero.
Ese proceso de cambios debe hacer la diferencia entre los empresarios progresistas y aquellos que seguirán explotando, evadiendo impuestos y buscando cuotas de poder para ejercerlo como intocables. El cambio garantizará un marco de previsibilidad a quienes están dispuestos a asumir riesgos para generar producción y empleo. Es imprescindible terminar con la ola de prebendas y privilegios sectoriales o personales que llevó a las finanzas públicas al borde de la bancarrota.
Es reconocida que la autosuficiencia de los tecnócratas los hace carecer de sentido de pertenencia. Por eso el cambio también debe alcanzarlos y no permitir que los economicistas pasen por encima de todo valor para imponer la que consideran sacrosanta ley del mercado.
Frente a un modelo de país que estaba haciendo crisis, había que aplicar soluciones responsables y con una visión compartida. En los primeros 100 días de gobierno, Torrijos ha ensayado acciones frente a los distintos escenarios de cambio dentro de tiempos limitados.
Esas transformaciones tiene que ver con una reforma fiscal en la que paguen más los que ganan más, una reforma balanceada a la Caja de Seguro Social (CSS) que no recargue solamente a un sector y un referendo para la ampliación del Canal que lo integre a la vida institucional, dejando de ser una isla, y convirtiéndolo en motor del desarrollo nacional.
Ante esos escenarios, el nuevo gobierno no actúa en función de una demanda coyuntural permanente dejando a un lado los proyectos estratégicos de largo alcance. Está tomando en cuenta la inteligencia nacional y popular. Gobernar con sentido de futuro sin dejarse envolver por las apariencias del presente, es lo que producirá las transformaciones que salvarán al país del pasado confrontativo y de un futuro de exclusión, desigualdad y disgregación social.
Ante un volumen de reclamos sociales cada vez más alto, es injustificado que el gobierno le falle a la población. Sin reformas no hay crecimiento y sin crecimiento no hay empleo. Existe una interrelación entre la estabilidad política e institucional y el desarrollo económico. Toda política que ayude a atenuar los ciclos económicos contribuirá también a disminuir los conflictos sociales y a fortalecer la gobernabilidad y las instituciones.
La conducta de los dirigentes empresariales, laborales, políticos y profesionales debe estar en sintonía con el proceso de transformaciones en que está el país y que busca romper las estructurales injustas y acabar con la indiferencia, la intolerancia, el individualismo exacerbado y el sectarismo.
Si en el siglo XX el objetivo fue alcanzar la plena soberanía sobre el territorio nacional, en el siglo XXI el proyecto común debería ser librar al país de sus miedos, sus carencias y las mezquinas divisiones. Eso pasa por mantener una conducta ética como constante, alinear el aparato estatal en una profunda renovación gubernamental y determinar qué clase de país construirán hacia el 2009, en forma compartida, la mayoría de los panameños.