José Julián Martí había llegado a los 17 años cuando fue condenado a presidio político. Poco después lo desterraron a España y se entregó allí al estudio de la filosofía y el derecho. Le atrajo la filosofía de Krause más que la de Hegel, que consideraba inferior. Procedente del idealismo alemán, el krausismo enfatizaba cierta bondad esencial en el ser humano y otros valores como la libertad y la igualdad, y otorgaba, además, gran importancia a la educación como agente de cambio social. Martí aceptó estas ideas y la creencia en una cierta armonía entre la naturaleza y el espíritu; una especie de panteísmo. Mantenía una concepción dualista del hombre porque afirmaba sin ambigüedad la existencia del cuerpo y del alma. Se declaró “espiritualista” y creyente en otra vida en el más allá. No encontró dificultad tampoco en proclamar la “imaginación” y el “idealismo” que consideraba los “gérmenes” de la producción de “grandes ideas”. Admiró a Carlos Marx, pero no le interesó el marxismo.
Su actividad política se encaminó principalmente a obtener la independencia de Cuba y a construir una “República moral de América”, anhelo derivado, creo, de una concepción autonomista de la moral. Expresó afinidad con los ideales republicanos. Respecto a Estados Unidos, analizó y criticó sus contradicciones sociales. Valoró positivamente las instituciones democráticas y el ejercicio de la libertad en ese país, pero criticó su idea de progreso, contaminada de un afanoso y excesivo deseo de riqueza y poder. Alertó también sobre el peligro de un nuevo poder imperial y denunció la política estadounidense en 1889 con ocasión del Congreso Interamericano de Washington. El proyecto panamericanista que proponía Estados Unidos fue considerado por el cubano como un intento de conquista encubierto que debía ser rechazado. En Nuestra América advirtió el peligro de la política estadounidense para la incipiente libertad de las naciones americanas. Destacó la necesidad de incorporar los elementos nacionales a las formas de gobierno de cada país, sin dejar por ello de llamar a la unidad latinoamericana. Fue un patriota incansable y heroico.
Murió en 1895 combatiendo por la independencia de Cuba.
El peruano José Carlos Mariátegui nació el año en que murió Martí. A los 15 ya había publicado. No recibió educación universitaria como la del cubano, pero fue un pensador original, lúcido y más penetrante que el otro. Obtuvo su formación ideológica básica durante los años que vivió en Europa. En Italia recibió la influencia de Croce, entre otros. No fue un marxista dogmático.
He aquí una heterodoxia: la tesis marxista que afirma que la revolución es el estado de negación de un estado político previo, se origina en el postulado hegeliano de que la negación es el movimiento dialéctico que mueve la historia. Mariátegui rechazó esa idea. Curiosamente, reconoció algunas ventajas que advertía en el capitalismo. Por ejemplo, la creatividad, la disciplina y la productividad, sin omitir los intereses de la población empobrecida. Dio relevancia al mito indígena que consideraba madre común a la tierra.
Concluyó que el problema de la explotación del indio se fundamentaba en el régimen de tenencia de la tierra y que su liberación solo podía tener lugar por medio de una estructura socialista que respetara las prácticas del trabajo colectivo y la relación ancestral del indio con el suelo. Respecto al imperialismo, creyó que mientras subsistiera, no podría darse una sociedad nacionalista en Latinoamérica, salvo que fuera socialista, puesto que la estructura política y económica del imperialismo impediría el desarrollo de la nacionalidad en países cuyo desarrollo económico se encontrase estancado en una estructura capitalista débil controlada por intereses extranjeros.
Dedicó su vida a la construcción del socialismo peruano. El 16 de abril de 1928 fundó el Partido Socialista del Perú. Murió pocos años después.
Martí y Mariátegui eran temperamentos dispares. La desigualdad se reflejó en el método y en la forma. En sus ensayos, Mariátegui no se inclinaba al drama y a la retórica excesiva, no obstante que hizo poesía lírica. Su estilo, especialmente en los Siete ensayos, es sobrio y argumentativo. Apuntaba, no a excitar emocionalmente, sino a convencer intelectualmente por medio del análisis, al que llevó un profundo conocimiento de la historia y un andamiaje teórico sólidos.
El materialismo histórico, herramienta analítica básica, fue utilizada en forma creativa, con el resultado de que sus estudios de interpretación de la realidad peruana presentan una visión única, al punto de que es quizás el pensador marxista más original que ha producido América Latina. Su estilo como escritor difícilmente puede ser más opuesto al del cubano. Martí, en cambio, era un pensador más limitado que Mariátegui.
En los escritos del cubano se descubre un análisis de la realidad, muchas veces certero, pero expresado sintéticamente. Se le puede caracterizar parcialmente diciendo que poseía una especie de sensibilidad desbordada, ostensible en muchos escritos y difícilmente compatible con la claridad y precisión del peruano. A mi juicio, tal hecho obedece a que el cubano daba excesiva importancia a la expresión retórica, inclinación que se manifestó en él desde sus días de estudiante en Zaragoza. A lo que debe añadirse un temperamento extremadamente emotivo que él mismo estimaba valioso esparcir en sus escritos. Y por último, a la formación ideológica traída del krausismo. En algunos ensayos se leen frases que parecen brotar de estados místicos. La explicación no parece esencial pues se muestra con frecuencia más interesado en agitar.
A veces escribe con acento de predicador. Léase Nuestra América y compárese la pirotecnia verbal que despliega Martí, con el texto de uno de los Siete Ensayos de Mariátegui. Compárese también la calidad. En el cubano predomina la emoción, la retórica ardiente, el melodrama, el deseo irreprimible de deslumbrar. La comunicación de un estado de excitación emocional casi descontrolado por momentos, es obviamente lo que recibe prioridad por parte de Martí. De la lectura de ese y otros ensayos puede deducirse, cosa que el mismo cubano admitió, que sus ideas debían ser acarreadas por una “prosa centelleante”. Claro está que muchos de sus acólitos gustan de ser deslumbrados y eso es algo que debe respetarse. Por mi parte, prefiero un lenguaje menos conturbado como el de Mariátegui; sobrio, analítico y desprovisto de esa retórica perturbadora. Es más racional que el cubano en el discurso y, en consecuencia, sus ensayos son menos aptos a equívocos interpretativos.
A pesar de todo esto, hay que reconocer que Martí no siempre escribió así.
Muchos admiradores marxistas de Martí, que no reconocen dioses en las alturas, lo veneran con una especie de culto religioso. Lo han nombrado “el Santo de América”, el “Apóstol”, el “Iluminador de Vidas”. No exagero si digo que le han dado al menos una docena de apodos pomposos. Ni siquiera a Bolívar lo han adornado tanto. Al pobre Mariátegui, cuya obra posee, a mi juicio, superior calidad analítica, lo han relegado injustamente. El hecho se revela singular y descubre el fanatismo que han engendrado alrededor de Martí sus devotos admiradores, si se tiene presente que, aparte de las oportunas advertencias sobre el peligro del imperialismo y de la necesidad de reconocer la importancia de la unidad latinoamericana, dos cosas sobre las que estamos sobradamente advertidos, Martí no tiene mucho que decirnos ya sobre nuestra realidad histórica. Mariátegui, en cambio, con su ejemplar empleo del materialismo histórico, original y creativo, tiene mucho que enseñar todavía. Naturalmente que solo podría hacerlo si encontrara ponderación.
Martí fue un hombre admirable por muchos motivos. Sin embargo, la liturgia que han erigido en su entorno muchos marxistas para reforzar una visión de mundo y del hombre, y una ideología que el mismo cubano no compartió, constituye una deformación y falsificación que contradice su legado de autenticidad.
El autor es abogado y doctor en filosofía