Recientemente, un ciudadano escribió que los médicos panameños ya no lloran. El Dr. Perurena, en una elegante réplica, refutó esas quejas de manera atinada y contundente. Por tanto, solo quiero hacer dos observaciones al respecto. Primero, el sacrificio que se exige en el internado y residencia es vital para adquirir destrezas, experiencias y compromisos. Es la única oportunidad del joven graduado de exponerse a la guía de sus maestros y a la instrucción por múltiples variantes diagnósticas.
Segundo, para exhibir cordialidad y compasión a plenitud, hace falta ser razonablemente feliz. ¿Cómo un galeno criollo puede estar contento si su salario no es acorde con la dureza de sus estudios y responsabilidades? Irrita que un diputado o una secretaria del gabinete estén mejor pagados, sin siquiera demostrar cumplimiento y honestidad laboral. En otras carreras, el recién formado tiene muchas oportunidades de buen empleo a corta edad. En medicina, la oferta es escasa y la estabilidad se alcanza después de los 40 años, posterior a la culminación de maestrías y doctorados. Es cierto que la vocación de servir al prójimo es superior a la devoción por ganar dinero, pero los elevados costos de productos básicos y las deudas a tutiplén transforman felicidad en amargura en cuestión de instantes. En cualquier persona.
Hipócrates fue un galeno de condición social privilegiada que recibía veneraciones y dádivas de poderosos y plebeyos de su época. Algunos de sus postulados han perdido vigencia en el mundo competitivo de hoy. La “deshumanización” de la medicina es un fenómeno universal. Es más, el médico latinoamericano tiende a ser más afectivo y esperanzador que su contraparte en países más civilizados, donde la estadística fría marca la relación personal con el paciente. A mi juicio, cuando se habla de humanizar la medicina no se está proponiendo un regreso a las concepciones de la antigüedad grecolatina ni se trata de una referencia a las humanidades dentro de la formación cultural del médico. Lo que se pretende decir es que la medicina, cuyos fundamentos teóricos parten del conocimiento científico, no es una ciencia en sentido estricto, sino una actividad intelectual que debe estar orientada hacia el bienestar de unos seres que tienen miedos, ansiedades y emociones. Es el reconocimiento de que el hombre debe ser el fin de toda sabiduría y no la arrogante medida de todas las cosas.
Lo que estamos viviendo es una era, ojalá transitoria, de adoración por la tecnología y la eficiencia basada en volumen de pacientes atendidos. Hemos sido testigos de una descripción maravillosa del fenómeno patológico, pero no una comprensión profunda del ente enfermo ni del ambiente donde se desarrollan sus dolencias. La vida se ha medicalizado y ello supone que la salud depende de drogas y conductas terapéuticas. Ya el hombre no preside su propia muerte y la técnica ha invadido hasta el último minuto su breve tránsito existencial.
El cambio de dirección en el ejercicio de la medicina podría darse si se restaura el valor del pensamiento clínico. El conocimiento acumulado y la experiencia tecnológica deben servir para enriquecer los criterios intelectuales de la práctica médica, de tal suerte que las ideas sobre diagnóstico y tratamiento trasciendan lo meramente semiológico para llegar a un ámbito renovado en donde la perspicacia, el interrogatorio y la intuición le permitan al médico un enfoque integral de los problemas, regido por la acuciosidad de sus juicios. La lucidez no debe estar recluida en laboratorios y máquinas. El acto médico es ese momento en que se miran a los ojos confianza, receptividad, sentimiento y enseñanza entre enfermo y doctor.
Una nueva noción del trabajo médico implicaría admitir que el conocimiento científico es conjetural por naturaleza y que está compuesto de convicciones efímeras, en las que la intensidad de la luz aumenta la magnitud de las sombras. Cada duda resuelta acrecienta en igual o superior proporción la cantidad de incertidumbres. El individuo puede ser especialista, pero la ciencia no, porque ésta debe estar en trance permanente de reconstitución, alimentándose de todo aquello que nutre a las otras áreas del saber, ensanchando siempre los contornos de sus verdades fugaces, para que el conocimiento sea lo que debe ser: un cuerpo de certezas volátiles que le hacen bien a la humanidad dentro de su cambiante evolución.
Siempre es bueno recordar a los jóvenes en formación que el conocimiento sin humanismo es altanería, pero también que el humanismo sin conocimiento es charlatanería. En Panamá, de lo primero hay poco pero de lo último hay mucho. En medicina no se estudia para vivir. Se vive para estudiar. No para saber más sino para ayudar más.