Los panameños tenemos pasta de constitucionalistas; nos sobran argumentos para proponer o debatir a favor o en contra. Hasta en medio de la Covid-19 es divertido escudriñar la Carta Magna.
En lenguaje común, una Constitución es ley de leyes, un documento jurídico del que deriva la estructura política, económica, social y administrativa del Estado. La constitución tiene jerarquía superior a las demás regulaciones públicas, como leyes, decretos, acuerdos, ordenanzas y cualquier otro acto expedido en uso o abuso de poder del gobernante de turno. Se denomina constitución originaria la que es impuesta en un territorio, país o Estado dominado y controlado por la fuerza irresistible de organismos civiles o militares. Panamá ha tenido dos constituciones originarias, la primera en 1903-1904, cuando se independiza de Colombia, epopeya dirigida y ejecutada por los próceres de la Junta de Gobierno, José Agustín Arango, Federico Boyd y Tomás Arias. La segunda constituyente originaria es de 1972, consecuencia del golpe ejecutado por el general Omar Torrijos. Las otras constituciones que datan de 1941 y 1946 no son originarias, sino el producto de pactos cívicos y políticos entre partidos y grupos tras el poder. La primera, bajo la presidencia de Arnulfo Arias, duró menos del año y la segunda, fue aprobada por una oportuna y progresista asamblea constituyente, a raíz del derrocamiento del sucesor de Arias, Ricardo de la Guardia.
En el tiempo presente, varios grupos se muestran dispuestos a luchar por cambios constitucionales: Panamá Decide, Firmo por Panamá, Justicia Social y otros que se lancen al ruedo haciendo malabares para enamorar a los panameños. Abogan por la constituyente paralela, enorme esfuerzo de grupos que se lanzan a la aventura de obtener apoyo conforme el artículo 314 de la Constitución. La constituyente paralela requiere la firma de unos 600 mil. Si algún grupo alcanza ese techo, el Tribunal Electoral autorizará la convocatoria para elegir a 60 constituyentes, que deben representar proporcionalmente a la población de todas las provincias y comarcas.
Es difícil concebir lo duro, ingrato y agotador de la misión que llevarán los organizadores de esos movimientos, buscando apoyo de personas incrédulas, apáticas o apolíticas, así como fallarán intentando convencer a vecinos acostumbrados al “que hay pa’ mí”. Para obtener esa avalancha de firmas, los futuros aspirantes a líderes del movimiento paralelo deben ser hombres y mujeres sin mancha, con historial de lucha cívica y patriótica, personas que inspiren respeto y confianza. Antes de firmar, queremos ver los rostros de esos 60 aspirantes a constituyente, porque esta vez no comeremos gato por liebre.
El autor es abogado


