Hay lecturas que dejan huellas imborrables. Al enterarme de que un grupo de científicos británicos ha logrado elaborar nuevas drogas recreativas "que provocan una ebriedad semejante a la del alcohol pero sin efectos colaterales", recordé el libro Un mundo feliz, del inglés Aldous Huxley.
Acostumbro anotar en los libros el año en que los leo y en este caso, allí, en el borde interior de una amarillenta página encontré el testimonio de que en 1982, hace 23 años tuve mi primer encuentro con esta novela "futurista", de aguda ironía.
Huxley, en esta obra visionaria que se desarrolla en un Londres utópico, nos lleva a un mundo de bebés "probeta" y de individuos genéticamente condicionados para funcionar, por medio del sistema de consumo y entretenimiento, bajo normas sociales de dominación en un mundo sin sufrimiento físico aunque sin iniciativa o libertad individual. En este mundo la felicidad se consigue por medio de Soma, droga que ofrece "todas las ventajas del cristianismo y del alcohol y ninguno de sus inconvenientes"; allí las inyecciones de "placentina" o una visita a Ingeniería Emocional, resuelven cualquier perturbación, tan impropia en el mundo feliz que describe el autor.
La lectura de Un mundo feliz resulta divertida. ¡Qué ingenio, qué imaginación: miles de óvulos "bokanovskificados" retoñando con especificaciones genéticas; la vida mecanizada en un Estado en el que todo lo resuelve la ciencia. Nada de preocupaciones! Al terminar de leerlo por las circunvoluciones de mi cerebro se fue deslizando un mortificante pensamiento: ¡el mundo del libro y mi mundo de 1982 tenían bastante en común! Dice Huxley en el prólogo, que "el amor a la servidumbre sólo puede lograrse como resultado de una revolución profunda, personal en las mentes y los cuerpos humanos". Que para lograrla es necesario "el acondicionamiento de los infantes y, más adelante, con la ayuda de drogas...". ¡Quién hubiera dicho que Huxley llegaría a acercarse tanto a nuestra realidad de hoy!
Mi intención, al inicio de este escrito, no era hablar sobre el mundo que imaginó Huxley sino sobre la búsqueda de "la felicidad" por medios artificiales o sintéticos. ¿No significa esto que se logra anestesiando los sentimientos, la conciencia, el pensamiento crítico? ¿No se parece el "Soma", sustancia psicoactiva que proporciona la felicidad instantánea, a la droga de la que habla David King, consultor científico jefe del gobierno británico que dice que "estamos a punto de llegar a desarrollos que podrían abrir un mundo en el que se toman drogas para ayudar a nuestro aprendizaje, para pensar más velozmente, relajarse, dormir más eficazmente y hasta alterar levemente nuestro humor para estar en sintonía con el de nuestros amigos". ¡Imagínese! Con este desarrollo nada me haría sufrir; si amanezco de mal humor, ¡zas! una dosis de "felicitina" y adiós malhumor.
Me importaría un pepino la injusticia, la corrupción, los niños que mueren por hambre y enfermedad; no me haría ni fu ni fa saber que los narcotraficantes se han apoderado de la mente y el cuerpo de millones de personas en todo el mundo; no me estremecerían los miles de muertos que causan las catástrofes. En tal estado de felicidad, a lo mejor hasta me alegraría por hechos que hoy me resultan chocantes (si los detallo me quedaría corta de espacio). Y no es que quisiera ser infeliz, ¡qué va! Ser feliz y tener paz son propósitos que renuevo cada mañana. Pero no a costa de tener el alma muerta.
La lectura, además de entretener y educar, sirve para poner en movimiento las muelas del pensamiento; para masticar, digerir, o rechazar lo que surge de otros cerebros; para iluminar y activar oscuros y perezosos rincones del cerebro. Por ejemplo, cuando dice Huxley que es necesario "el acondicionamiento de los infantes", pienso en los niños que, condicionados principalmente por el tetero de la televisión, de la que maman todos los días, exigen artículos, ropa y marca específicas; uniformados por las exigencias que les impone una sociedad consumista, para sentir que "pertenecen", que no son bichos raros o diferentes, abandonan la individualidad y se funden con la masa, tan idénticos entre sí que parecen productos de probeta fabricados en serie.
Así crecemos y llegamos a la vida adulta convertidos en los Alfa, los Beta, los Gamma, los Deltas y los Epsilones de "Un mundo feliz".
Algunos dirán: ¡Qué mujer tan exagerada. Yo no soy así, mis hijos tampoco! Claro que no todos somos así... afortunadamente. Mas no descarte la posibilidad de que los ciudadanos de probeta ni siquiera se dan cuenta de que lo son (y seguramente son más felices que usted y que yo); son los que apartan la vista de todo lo que les ocasiona ansiedad o molestia y, si acaso llegan a sentirlas, como la Lenina y el Henry de la novela, se toman una dosis de Soma -que puede ser la televisión, ir de shopping, empinar el codo o tomarse las "pastillitas mágicas" que venden en las farmacias -para levantar "un muro impenetrable entre el mundo real y sus mentes". Ese es el gran éxito de la manipulación del pensamiento por medio de la propaganda, de la publicidad y los mensajes subliminales; o con astutas palabras cargadas de odio que nos arrastran a torbellinos de locura colectiva porque hemos perdido la capacidad de pensar con nuestra propia cabeza. A Hitler le funcionó.