Por diversas razones, la vida no volverá a la normalidad acostumbrada en época prepandémica. Por un lado, es muy probable que el virus se haga endémico y forme parte del repertorio etiológico de las infecciones respiratorias que ocurren cada año. Por otro lado, no contamos aún con terapias potentes que mejoren el pronóstico del Covid-19; salvo la dexametasona, el marginalmente útil remdesivir y quizás prontamente el cóctel de anticuerpos monoclonales, ningún otro medicamento, incluyendo el plasma convaleciente, ha demostrado efectividad en ensayos aleatorios y controlados. El “kit de panaceas terapéuticas” distribuido en algunos países tercermundistas, es una conveniente y costosa falacia populista. Para colmo, aunque existe optimismo cauteloso, tampoco sabemos si habrá vacunas exitosas en el 2021 y, en caso positivo, la vacunación será gradual y escalonada por grupos de riesgo y franjas etarias.
La duración de la inmunidad y necesidad de refuerzos subsecuentes son también incertidumbres en la actualidad. El uso de mascarillas, el distanciamiento físico y el lavado frecuente de manos serán, por tanto, actividades que deberemos cumplir por al menos dos años o quizás más.
Mantenerlas en el tiempo, además, nos brindan protección contra un sinnúmero de otras patologías infecciosas. Estas medidas, aparte del confinamiento, han diezmado significativamente en el 2020 las temporadas habituales de gripe, bronquiolitis por virus respiratorio sincicial (VRS), tosferina e infecciones gastrointestinales, entre otras enfermedades transmisibles.
El acto de la vacunación, más que la disponibilidad de una vacuna en particular, es, junto al acceso de agua potable, la herramienta más costo-efectiva e impactante en materia de salud pública. La sociedad contemporánea desconoce los estragos, en secuelas y defunciones, de dolencias que azotaron poblaciones humanas como la viruela, la poliomielitis, la difteria y el sarampión, dejando luto y dolor por doquier. Las inmunizaciones están pagando su propio éxito por haberlas prevenido, ya que un número creciente de personas, alejadas de los libros de historia, expresan reticencia a ser vacunadas.
Las torpezas se repiten en espiral y, como resultado, estamos siendo testigos del retorno de infecciones que habíamos controlado o eliminado por décadas. Aunque todos estos productos biológicos provocan reacciones adversas, la inmensa mayoría son banales y transitorias, por lo que la relación beneficio/riesgo es abismalmente favorable.
Las vacunas iniciales contra Covid-19 serán imperfectas, protegiendo parcialmente a 50%-70% de los receptores. Lo más importante, sin duda, es que eviten hospitalización, enfermedad severa y muerte, particularmente en el conjunto de adultos mayores de 65 años, donde se concentra el 75% de los decesos.
Una buena vacuna, idealmente, debe también proteger contra la infección y contra la transmisibilidad del microbio, para que el anhelado efecto rebaño induzca el umbral de inmunidad poblacional requerido (60%-80%) que logre ahuyentar de un país al SARS-CoV-2. Las vacunas subsecuentes de segunda generación, quizás basadas en proteínas, y conteniendo adyuvantes poderosos, ofrecen más esperanza de lograr el objetivo preventivo colectivo.
Un gran obstáculo que enfrentará la autoridad ministerial será alcanzar una óptima cobertura en población adulta (muchísimo más difícil que en población pediátrica), asegurar la cadena de frío (varias vacunas ameritan conservación a temperaturas de congelación) y extremar las instrucciones para que el equipo de vacunación se familiarice con la existencia de múltiples vacunas, con plataformas tecnológicas diferentes, para una misma enfermedad y dependiendo del grupo a inmunizar.
Como los estudios científicos actuales solo incluyen adultos, habrá también que esperar los ensayos en niños, embarazadas y pacientes inmunosuprimidos para precisar tipos y esquemas de vacunación a implementar.
Otra pieza que le falta al rompecabezas de la inmunidad es conocer el grado de contagiosidad y la patogénesis del síndrome inflamatorio multisistémico en niños pequeños, para decidir si conviene preferiblemente empezar la vacunación a partir de la adolescencia.
Espero, además, que la nueva normalidad sea mucho mejor que la anterior, porque de seguir inmutable, sufriremos las próximas pandemias con idénticas deficiencias a las exhibidas con este coronavirus.
Las claves para un futuro mejor incluyen contar con un modelo unificado de salud, más enfocado en la atención primaria que en la hospitalización, con sólida participación comunitaria; mejorar la tecnología informática para que todo el sistema sanitario sea digital, transparente y accesible en tiempo real; reformar los hábitos gastronómicos para evitar la interacción con animales portadores de microbios con potencial epidémico; concientizar sobre los efectos deletéreos del cambio climático, del disturbio ecológico y de la invasión humana del hábitat silvestre en la generación de zoonosis; acabar con la profunda desigualdad social, educativa y económica, culpable de la lacerante vulnerabilidad diferencial en muchos de nuestros países; promover empatía y solidaridad para acabar con odios, intolerancias y fobias entre miembros de la especie sapiens; procurar una verdadera integración y colaboración global, entendiendo que los trastornos ambientales y sanitarios que ocurren en un lugar afectan a todo el planeta, y, finalmente, acabar con la maldita corrupción política y empresarial, que drena los recursos necesarios para afrontar las crisis que se presentan de manera recurrente.
Permítanme soñar con todas estas utopías. El novelista inglés Aldous Huxley decía que “la más grande lección de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia”. A juzgar por las estupideces que se leen en las redes sociales, me temo que tuvo razón…
El autor es médico