El título de mi columna es un plagio a una extraordinaria novela del autor Héctor Abad Faciolince, dedicada a su amado padre. Su grata lectura se la debo a la recomendación de mi apreciada amiga Chelle, actualmente en puestos jerárquicos de este periódico. El escritor colombiano, a su vez, lo copió de un soneto atribuido a Borges, que advertía: “Ya somos el olvido que seremos. / El polvo elemental que nos ignora / y que fue el rojo Adán y que es ahora / todos los hombres y que no veremos. / Ya somos en la tumba las dos fechas/ del principio y del término, la caja, / la obscena corrupción y la mortaja, / los ritos de la muerte y las endechas. / No soy el insensato que se aferra/ al mágico sonido de su nombre; / pienso con esperanza en aquel hombre / que no sabrá que fui sobre la tierra. / Bajo el indiferente azul del cielo / esta meditación es un consuelo”.
Desde hace cuatro años, el mes de junio provoca un vacío existencial en mi persona. Me emocionaba estar con Juani para celebrar su cumpleaños y el día del padre, en la misma semana. Ya no lo puedo festejar. Su ausencia duele, por más que él, en el ocaso, haya anhelado su propio fin. Me resisto a olvidar su figura, su cariño, su humanismo, su honestidad, su inteligencia, su pasión azulgrana, su tolerancia, su buen humor. Es probable que al escribir estas letras, borrosamente revisadas por húmedas pupilas, intento preservarlo en la memoria por muchos años más.
El tiempo, implacable y luctuoso, se encarga de diluir recuerdos y retornarnos a la nada, lúgubre lugar de donde todos salimos y hacia donde todos vamos. A la naturaleza le tiene sin cuidado nuestro destino. Cada uno de nosotros es notoriamente insignificante para el vasto universo. La especie humana (género Homo) habita este planeta desde hace 2.5 millones de años y nadie sabe por cuánto más. Vivir 86 años es ciertamente un número despreciable. Aquello que nos haya creado –aleatoriedad cósmica, coacervado primordial o un más que improbable ente sobrenatural–, decidió abandonarnos y remitirnos a los ineluctables designios de la evolución.
Quevedo, ante la fugacidad de nuestra existencia, decía: “¡Ah de la vida!... ¿Nadie me responde?/ Aquí de los antaños que he vivido, /la fortuna mis tiempos ha mordido, / las horas mi locura las esconde, / que sin poder saber cómo ni adónde, / la salud y la edad se hayan huido. / Falta la vida, asiste lo vivido / y no hay calamidad que no me ronde. / Ayer se fue, mañana no ha llegado/ hoy se está yendo sin parar un punto, / soy un fue, y un será, y un es cansado. / En el hoy y mañana y ayer/ junto pañales y mortaja, / y he quedado presentes sucesiones de difunto”.
La muerte es un acontecimiento infalible. Al nacer ya tenemos edad suficiente para morir. Lo trágico, en todo caso, es fallecer prematuramente sin haber sabido vivir. Desde una perspectiva humana, la defunción es una violencia innecesaria de enigmática interpretación. Para el ecosistema, nuestro final es clave para que el proceso evolutivo de los seres vivientes siga su imparable curso de selección y adaptación al cambiante entorno que habitamos. Desde la óptica biológica, perecer es un acontecimiento lógico porque todo genoma posee un reloj telomérico que detiene la longevidad ante el generalizado desgaste celular. La persona se extingue para siempre pero los genes trascienden en el infinito al entremezclarse con cada descendencia. Por tanto, lo único relevante de la existencia de cada individuo es aportar un grano de arena para contribuir al bienestar de la familia y de la especie humana.
Los éxitos, títulos, bienes o riquezas alcanzadas quedan en una mera anécdota que rellena el efímero período que transcurre en eso que llamamos vida.
Sin duda, el mejor legado para tus seres queridos es haberles inculcado amor, honradez, trabajo, educación y valores éticos. Una familia unida es el mejor caldo de cultivo para forjar personas de bien.
Debemos cuidar a nuestros progenitores en su vejez, demostrarles gratitud por su crianza y decirles lo mucho que significan para nosotros. Tenemos que custodiar diariamente a los hijos para fortalecer su educación, salud, cultura, seguridad y autoestima. Hay que sacar tiempo para dedicarles a unos y otros. Mucha gente se arrepiente por darse cuenta de esta imperiosa necesidad de manera muy tardía. Para colaborar con la humanidad, la impronta dejada por tus huellas terrenales debe ser acicate para que los demás nos esforcemos en conseguir paz, solidaridad, equidad y justicia para todos.
En otras palabras, trabajar juntos por un mundo sin odios, guerras, religiones, fronteras, egoísmos, racismos, corrupciones y hambres. Vivir en paz y armonía colectiva parece un objetivo harto sencillo. Estamos empeñados, empero, en conquistar justamente lo contrario. Con el violento escenario que continuamente propiciamos, la autoextinción masiva será inevitable. Quizás, apunto yo, hasta necesaria. Sueño con una nueva generación de seres humanos (versión human 2.0) libres de supersticiones y ataduras doctrinarias, enfocados en la búsqueda de la felicidad y supervivencia de nuestra especie. No creo estar loco.
