Siempre que voy a Colón me entristece ver en la entrada misma de la ciudad, la fea parte trasera de un centro comercial, que muestra al recién llegado las cajas oxidadas de enormes aires acondicionados, tubos, conexiones varias, así como torres de cajas como si de un depósito se tratara. Arquitectos, promotores y funcionarios municipales, unidos en absoluto desprecio de esa ciudad isla, arrebatada al pantano para servir primero al ferrocarril transístmico y a la empresa que lo construyó, y por siempre al comercio mundial desde los días de la fiebre del oro de California, hasta el crecimiento portuario de hoy.
Colón es hoy, tras años de abandono, el mejor ejemplo del país absurdamente desigual que tenemos. Por ello, es lógico que el autollamado apóstol Edwin Alvarez la haya escogido -con permiso oficial, no hay duda- para realizar uno de esos eventos espirituales cargados de simbolismos que tanto le gusta y le reditúa. La utilización del cuerno de shofar, que forma parte de la simbología judía, no es nada raro en los métodos del apóstol. Hasta el Muro de los Lamentos -el lugar más sagrado del judaísmo- fue a parar, para orar por el triunfo de Donald Trump en las pasadas elecciones de Estados Unidos. ¡Qué tal!
Y es que a pesar de autocalificarse cristianos, los grupos evangélicos tienen un apego muy especial por el Antiguo Testamento. Nada extraño tampoco. Son textos que hablan de un Dios castigador, inmisericorde, y ya sabemos que el miedo es siempre una herramienta útil; como útil es también que sea justo el Antiguo Testamento que hable del diezmo, convertido estos días en la base misma de la promesa de prosperidad de la prédica evangélica. Fariseos diría Jesús, pero esa es otra historia.
Siendo honestos, las actividades del apóstol en Colón, Patio Pinel, El Chorrillo -todas áreas con apabullantes problemas sociales y donde las iglesias evangélicas han ido sustituyendo a un Estado ausente-, fueron más seguras en estos tiempos de pandemia, que el paseíllo del jefe de la Iglesia Católica. La gente no salió de sus casas y solo requirieron unos cuantos policías pagados con nuestros impuestos, claro.
Interesante que la línea del tiempo de los hechos, marca la senda de un vicepresidente en su laberinto. ¿Usó y fue usado?... peligrosa combinación.
Lo cierto es que cada cual es y debe ser libre de creer en lo que quiera y poder ser parte de la comunidad espiritual que le apetezca. De eso justamente se trata el Estado laico, aunque no hay manera que los católicos lo entiendan, a pesar de que bien podría ser que los evangélicos sean ya mayoría en Panamá. No tenemos forma cierta de saberlo, porque la pregunta pertinente fue eliminada del censo hace mucho.
El grave problema es que pretenden imponer sus particulares creencias y visiones sustentadas solo con la fe, convirtiéndolas en políticas públicas. Hasta ahora, este país de lacerantes cifras de niñas madres, violaciones y demás, no ha podido implementar fórmulas efectivas de educación sexual que protejan a nuestros niños más vulnerables, gracias al poderoso lobby de los evangélicos junto a lo más granado del conservadurismo católico, incluyendo el Opus Dei. Y es solo un ejemplo.
Por eso, un político caído en desgracia -penitente, desesperado y muy ambicioso-, en combinación con quien no parece contentarse con el poder que ya ejerce desde el púlpito, queda registrado en mi libro como una gran señal de peligro.
Estos días en que empiezan a producirse protestas -aunque solo sea en las redes sociales-, por evidentes abusos de poder aquí y allá, y que se escuchan cada vez más voces que piden que en Palacio no dejen de lado la defensa de los derechos humanos en la estrategia contra el coronavirus, es preciso añadir entre los motivos de preocupación que tantos -especialmente funcionarios claves como el director de la Policía, Jorge Miranda- no entiendan la importancia de poner distancia entre la institucionalidad que es de todos, y la fe de cada cual. Es una senda muy peligrosa, pero no lo ven.
La autora es periodista, abogada y activista de derechos humanos