El largo encierro, privados de la cacofonía que envuelve nuestra vida en movimiento, luz y color, nos ha ido llevando a pasar más tiempo del acostumbrado, y seguramente más del conveniente, en un monólogo solitario, un yo digo y yo contesto, que puede ser no sólo tedioso, sino enfermizo.
Uno de estos amaneceres de precautoria soledad, abrí los ojos pero no salí de mi cabeza. Cero imágenes capaces de despertar ilusión, ni siquiera la de una vía neutra hacia el futuro. Todo me pareció estático y gris.
Hice un esfuerzo y reforcé la convicción de que, como dijo Kundera: “La vida está en otra parte”.
Me obligué a recordar la dorada pátina del sol que roza un césped húmedo, el azul dulce como miel de los cielos que despiertan en mi (como en Arthur Koestler) el deseo de dispararme cual flecha al infinito. Y la básica y sencilla dicha de “ser”.
Ese despertar blanco y negro, que podría calificar de crisis, me llevó a recordar que somos una especie que tiene entre sus rasgos la sociabilidad: por eso y para eso tenemos cinco sentidos, antenas que absorben una constante cosecha de sonidos, imágenes, temperaturas, aromas, objetos, para vincularnos a la rica complejidad de lo que existe afuera de nuestra mente.
Existimos en plenitud cuando estamos conectados con otros individuos de nuestra especie, cuando estamos entrelazados con nuestro entorno.
Hay que estar advertido de la amenaza de los amaneceres grises, porque así como la falta de luz merma en la vegetación la producción de clorofila, la soledad y el encierro también causan en las personas anemia mental y emocional.
Porque es cierto que la vida está allá afuera, esperándonos, con sus complicadas convivencias, con los encontrones malhumorados de los tranques vehiculares y las conversaciones ruidosas que despiertan pensamiento, dicha y sonrisas, sentados unos frente a otros ante una mesa aromática y bien surtida.
Este tiempo gris no es nuestra verdadera vida; es un alto molestoso, irritante por lo extendido, enervante por los peligros que flotan allá afuera, pero no es nuestra verdadera vida.
Esa plenitud de vernos unos a otros e interactuar, esa condición de ser una puntada de color vivo en un gran tapiz donde se teje nuestro barrio, nuestra ciudad, nuestro país y el globo terráqueo entero, es la verdad que nos espera, y es falsa, engañosa, pasajera, la página gris de la forzada tristeza.
La autora es escritora