La política electoral partidista ha moldeado la idiosincrasia del panameño al punto de que ya no se sabe a quién creer y se ha convertido en el “juega vivo” nacional. El arquetipo de los auténticos y carismáticos líderes a remembranza de los grandes hombres de la república, como Belisario Porras y Arnulfo Arias, en quienes el pueblo confiaba plenamente dejó de existir. Dios quiera que se repitan en este siglo.
Recientemente, hemos visto cómo los llamados “padres de la patria” han antepuesto sus muy particulares intereses en contra de lo mejor que conviene al país y al pueblo. Vemos hoy cómo la Asamblea Nacional tiene 7 mil “funcionarios” a un costo de 37 millones de dólares para beneficiar a los flamantes diputados.
En el caso de las etnias indígenas, esa “solemne pobreza” la aceptan con estoicismo, porque es producto de una atávica cultura, de la que se sienten orgullosos, y se niegan aceptar el presente o el futuro.
Al pueblo lo hemos malacostumbrado e inculcado malas prácticas.
Primero fue la emisión fraudulenta de la duplicidad de cédulas, luego la tinta en el dedo que se podía borrar, la chácara llena de plata para comprar los votos, el alquiler de cédulas para no votar, la compra de una batea preñadas de cédulas a los caciques de nuestra etnias (que la subastaban al mejor postor), la utilización de la fuerza pública para amedrentar a los votantes, las reuniones con aguardiente para ensalzar a los candidatos, la matanza de reses el día de las elecciones para repartir la carne y conquistar votos y, por último, los célebres paquetazos. Todas estas prácticas se han ido o están por desaparecer, pero el germen de burlar una elección aún subsiste. Todas estas artimañas han creado indolencia en el pueblo que ya no sabe a quién creer y vota sin ningún tipo de interés, lo mismo les da Juana que Chana. Solo le importa saber “¿cuánto me toca a mí?” o si les van a “tirar la toalla”.
La juventud no escapa de este fenómeno, pues tiene buenos “maestros” en sus hogares, en las escuelas y universidades, donde los valores están igualmente trastocados; familias con conflictos, los estudiantes comprando favores a maestros, y en las universidades, como prueba, los diplomas incorrectamente obtenidos y profesores sin el debido respeto ético, moral y profesional y sin la idoneidad académica (con diplomas fraudulentos).
Cuando el ciudadano común y corriente evalúa el gobierno de un presidente, lo importante para él es ver si durante ese periodo sus necesidades económicas no estaban muy estrechas como antes, porque había trabajo para él y su familia. Si se hicieron obras que lo beneficiaron o si robó, mucho o poco, es secundario.
No le preocupa que en la Corte Suprema de Justicia exista corrupción, que haya jueces venales, diputados que desprestigian al Órgano Legislativo (salvo algunas excepciones), que si a tal exministro lo encarcelan y que a otro le encuentren muchos millones en los bancos; son hechos que si los escucha no le importan, y si los publica el periódico no los lee. Lo más importante es sacarle provecho a la situación y vivir, alegremente. Así la cultura del “juega vivo” se arraiga.
Esta forma de pensar y actuar, mimetizándose como el camaleón y acomodándose a las circunstancias no solo se observa entre las clases populares, sino hasta en las esferas educadas, y no se escapan empresarios y profesionales. Es desde nuestras escuelas y el hogar, principalmente, que toca moldear a los jóvenes para que sean correctos. La escuela nos da conocimiento, pero es el hogar donde se nos prepara para ser hombres y mujeres correctos y honestos.
