En respuesta al desastre económico y la dislocación social resultantes de la pandemia, muchos analistas internacionales apuestan al fortalecimiento del populismo. Recuerdan la historia de las décadas de 1930 y 1940, durante las cuales el populismo irrumpió en los escenarios políticos de Europa y América Latina, en respuesta a impactos económicos como la Gran Depresión (1929-1939).
Andrew Hammond, investigador asociado a London School of Economics (LSE-IDEAS), plantea las probabilidades de que el populismo se afiance por dos razones. En primer lugar, la crisis del coronavirus ha desencadenado la recesión más aguda desde la Segunda Guerra Mundial, con caídas no experimentadas desde 1870 en algunos renglones económicos, como—por ejemplo—el producto interno bruto per cápita.
Además, ha incrementado la desigualdad. Si bien los mercados de valores han crecido y la riqueza de unos cuantos ha aumentado desde que comenzó la pandemia, los ingresos de las personas más pobres se han estancado o han disminuido.
Los jóvenes, en particular, tienen grandes probabilidades de perder sus trabajos. Estos factores alimentan el descontento político y llevan a los pueblos a prestarles atención a propuestas populistas (Arab News, 16 de enero).
El populismo, explican los profesores Levisty y Loxton (2013), es una estrategia política encaminada a acceder al poder público y mantenerlo a partir de liderazgos personalistas que atraen a las masas con discursos contra el sistema. Muchas veces, el populismo acomete desde afuera de los partidos—a raíz del desgaste y desprestigio de estos—enarbolado por individuos que se presentan como combatientes antisistema y vengadores de los agravios cometidos contra el pueblo.
De acuerdo con el profesor Zúquete (2008) y otros autores, el discurso populista sataniza al adversario, convirtiéndolo en un enemigo despreciable, que merece ser erradicado. La misión del líder populista es desbaratar al oponente y otorgar beneficios a los seguidores a través de subsidios y otras medidas paternalistas que abusan de la capacidad presupuestaria y, a la larga, causan significativo daño fiscal.
El populista de hogaño es el demagogo de antaño, cuya trayectoria describen Platón en su República y Aristóteles en su Política.
El líder populista tiene una relación oportunista con el sistema democrático. Normalmente, busca acceder al poder a través de la vía electoral. Una vez lo alcanza, se dedica a menoscabar y neutralizar los organismos de control—los otros órganos del Estado, en el esquema republicano—a través del chantaje, las amenazas y las arbitrariedades.
Por eso, argumentan los profesores Levisty y Loxton, el populismo abre el camino al llamado “autoritarismo competitivo”, regímenes dictatoriales que—paradójicamente—celebran elecciones periódicas (en las que siempre gana el líder populista y su movimiento).
América Latina es terreno fértil para el populismo. Desde que hizo su aparición en nuestra región, a principios del siglo 20, el populismo ha pasado por tres etapas: la fase clásica, entre los años de 1940 y 1960, asociada al modelo estatista de sustitución de importaciones; el período neopopulista, de la década de 1990, vinculado al neoliberalismo económico de derecha; y la etapa iniciada a partir del nuevo milenio, relacionada con el llamado “socialismo del siglo 21”, cuyo resultado más evidente ha sido un empobrecimiento generalizado, mayor inseguridad de todo tipo y el derrumbe del esquema republicano legado por los padres fundadores de los Estados latinoamericanos.
Nuestro país no ha estado exento de experiencias populistas. Tras consolidar el poder, el régimen militar recurrió a estrategias populistas en su inútil intento por legitimar el sistema de opresión y venalidad instaurado por los militares el 11 de octubre de 1968.
Esta dictadura, al igual que las de Perú (1968-1980) y Ecuador (1972-1979), impuso aparentes medidas sociales y nacionalistas que, más temprano que tarde, debilitaron la capacidad económica e infectaron la poca institucionalidad existente con altas dosis de clientelismo y corrupción. En los tres países, se adoptó un programa populachero sin siquiera recurrir a la pretendida legitimación directa del dictador a través de elecciones, como solían hacerlo los líderes populistas de épocas precedentes.
Los profesores Lowy y Seder (1985), de orientación marxista, califican este tipo de régimen con el rótulo de “semipopulismo militar”. El desbaratamiento institucional que dicho sistema produjo en Panamá, creó una narcodictadura militar cleptocrática, con su brazo político (PRD), enteramente dedicada al robo y puesta al servicio de la delincuencia internacional.
Años más tarde, el populismo chavista rápidamente evolucionó en Venezuela hacia ese mismo formato: el de la narcodictadura militar cleptocrática, apoyada por tiranías repelentes como las de Cuba, China, Rusia, Corea del Norte, Irán y Turquía.
La pérdida de institucionalidad, la violencia, arbitrariedad y corrupción sin límites de los gobernantes, la crisis económica y la desesperación que produce, y el total descrédito de los partidos políticos constituyen los elementos perfectos para que surja un liderazgo populista en Panamá. Frente a ese riesgo de deterioro aún mayor, la educación y el activismo ciudadano son el antídoto más efectivo.
El autor es politólogo e historiador y dirige la maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá

