Algunos buenos patriotas se rasgan las vestiduras al ver una empollerada maquillada como una calavera. Salen en defensa del traje, se burlan e insultan a quien semejante afrenta perpetra, sin caer en cuenta de lo que ya hace tiempo nos enseñó Dora P. de Zárate, pero da igual, esa es la patria que algunos quieren celebrar: la que no se conoce a sí misma y es un conjunto de colores y frases tópicas.
La patria no es una idea heredada, es una realidad que debe construirse a diario, respondiéndonos con honestidad a la pregunta ¿qué patria queremos?, si es la del juegavivo, la corrupción y el espectáculo chabacano, o una que afea los gestos malsanos de políticos y ciudadanos en busca de una mejor convivencia.
Mucha promesa a la bandera, mucho símbolo sagrado y poca defensa del estado democrático, mucho irrespeto por las instituciones, mucha sinvergüenzura establecida casi por ley y defendida en la Asamblea o el Palacio de las Garzas. Preferimos una patria que no nos exija y esté dispuesta ser saqueada por los paladines del “robó, pero hizo”.
La patria, no se olviden, somos nosotros. Todos nosotros. El juego de los de arriba, que pretenden dividirnos por estratos sociales, colores o periódicos en los que se escribe o televisoras donde se trabaja, sólo responde a su plan de someternos a sus intereses, mientras nos creemos que la patria somos nosotros y los que estén de acuerdo con nosotros.
Necesitamos una patria culta, atenta; una patria que desprecie la corrupción y abrace el compromiso democrático de construir espacios que nos acerquen, vínculos de respeto que nos lleven a cambiar de verdad nuestro rumbo. No sirve de nada celebrar otro 3 de noviembre con la mentalidad de “arranque”, happy weekend y “a mí me vale sebo todo”. Así, sólo vamos hacia el despeñadero, muy empollerados, pero sin conocer de nuestra patria más que una bandera, como si no fuésemos más que tres colores y un Canal.
El autor es escritor