Confieso que hay una barrera no infranqueable, pero casi, entre mi persona y los animales. No es que los deteste –aunque algunos, como los gatos, me producen una animadversión particular-, sino que procuro prescindir de ellos. Cuando en la familia hemos tenido mascotas -perros, tortugas y hasta conejos- me he portado con decencia e incluso los he cuidado con esmero, pero simplemente prefiero no tenerlos. Carezco de la sensibilidad que suscitan en mucha gente y de donde no hay no se puede sacar. Si soy incapaz de hacer daño a un animal o consentir que se le haga, es porque la crueldad está descartada de mi carácter y porque me da miedo enfrentarme a un bicho, excepción hecha de las moscas. Que matar moscas, sí mato.
Mi amor por la fauna casera o salvaje se limita a ver documentales en la televisión, observarlos en zoológicos y hacer alguna carantoña a las mascotas ajenas por cortesía con el dueño. Y eso, si son perros o pájaros, porque si se trata de gatos ni me acerco. Por si acaso.
A propósito de la reciente prohibición de las corridas de toros en Cataluña, se ha hablado mucho -y se seguirá hablando, porque cuando los españoles empezamos un tema no lo soltamos-, del sufrimiento del toro, que sufre sin duda y que es llevado a la muerte. Sin embargo, a diferencia de las peleas de perros o de gallos, la tauromaquia no enfrenta a dos animales sino a una bestia brava bravísima y a un hombre, que vence la fuerza bruta con valentía y arte. He aquí el quid de la cuestión. Por eso a mí me preocupa bastante más el torero que el toro. Que sea una tradición cruenta y primitiva es otro asunto, y comprendo que para el que es ajeno a su cultura, no es más que una extravagante barbaridad.
Cualquier diría, leyendo esto, que soy una aficionada irredenta. Pues no. Ni entiendo mucho ni frecuento plaza alguna salvo contadísimas ocasiones. Prefiero otro tipo de espectáculos. Según una encuesta reciente, al 60% de los españoles no nos interesan las corridas, y definitivamente es una tradición que empieza a decaer. Y eso es lo que en principio ha ocurrido en Cataluña, donde, de las cuatro provincias que forman la comunidad autonómica, tan solo Barcelona conserva su coso. Pero la Monumental cerrará sus puertas en enero del 2012.
Digo en principio, porque hay en la prohibición, totalmente legal por su parte, otros matices. Muchos quieren ver en ello una forma más de diferenciarse Cataluña del resto de España, y qué mejor seña identitaria que prohibir lo que se conoce como Fiesta Nacional. Y si encima se apela al amor a los animales, miel sobre hojuelas. Lo sospechoso es que no hayan prohibido también la celebración catalana de los toros de fuego, en la que los animales deben de sufrir bastante.
Que los españoles llevamos la tauromaquia en las venas es un hecho que va más allá de la afición personal. Está en la literatura, en la pintura –Goya y Picasso son buenos ejemplos- y en el lenguaje cotidiano. Sin embargo, los catalanes se han puesto el mundo por montera y parece que no hay posibilidad de que cambien de tercio, y algunos políticos no se han limitado a ver los toros desde la barrera.
El Partido Popular ha pedido que se protejan por ley las corridas como patrimonio cultural, aunque las cosas no son así tampoco. Lo normal es que pervivan mientras haya espectadores que vayan a las plazas y el espectáculo sea rentable. Morirán de muerte natural o no morirán nunca, depende que cómo evolucionen los gustos de la sociedad, pero protegerlas por ley sería tanto como prohibir ese cambio, que ya se está dando, y suponer que España pierde, si pierde los toros, parte de su esencia.
Lejos, muy lejos están los tiempos en que los extranjeros nos saludaban con un ¡olé! porque no conocían nada más de nosotros. Yo aborrecía el saludo más que a los gatos.