Por mucho tiempo me he preguntado, ¿para qué reformar la Constitución, si ya tenemos una? Previamente he concluido que simplemente se requiere aplicar las leyes que ya tenemos, a través de un sistema robusto de justicia. Pero hoy día comienzo a comprender la necesidad de cambiar nuestra Constitución. Empecemos por reconocer que en nuestro sistema el pueblo es la máxima autoridad: el soberano. Es decir que el ciudadano común, sea docente, abogado, agricultor, recolector de basura, ama de casa o banquero; sea hombre, mujer, transexual o de género indefinido; tenga preferencias sexuales tradicionales o no, declaradas o no… es la máxima autoridad del país. El soberano en la democracia es ultimadamente quien decide los destinos de su territorio. Si esto suena fantasioso o irreal, es porque nos hemos acostumbrado a observar cómo un puñado de políticos hace cuanto le place, de espaldas al soberano, tratándolo como un inútil, a quien se mantiene contento con un regalito, una gorra, una camiseta, una lavadora o un puesto en el gobierno para un familiar. Mientras tanto, unos pocos hacen de las suyas durante cinco años y los que pretenden hacer oposición ofrecen su silencio cómplice al tanto que esperan su turno.
Debemos reconocer también que actualmente los tres órganos del Estado presentan graves problemas. Mencionaré algunas de las falencias de cada órgano, sin dejar de reconocer que en los tres hay ciudadanos decentes ejecutando sus labores con las mejores intenciones, haciendo esfuerzos admirables por desviarse de las malas prácticas que caracterizan a sus compañeros y colegas. En el Legislativo, por ejemplo, vemos desembolsos de planillas sin sustentos, matraqueos, “qué hay pa’ ellas”, propuestas de leyes inconsultas y acusaciones infundadas abrigadas por la inmunidad constitucional. En el Ejecutivo, se contratan influencers para mantener al soberano convencido de que las cosas van bien; se prometen reducciones de salario mientras viáticos y salarios continúan intactos, y se ajustan las restricciones de la pandemia para acomodar a quienes, como dijo Orwell, “son más iguales que otros”. En el Judicial, caen como fichas de dominó los casos de corrupción de alto perfil; se engavetan con un guiño de ojo las denuncias contra miembros de los otros órganos; se ajusta la interpretación de leyes a la medida de criminales que han robado al soberano manteniéndolos “no culpables” y prestos para correr nuevamente para cargos de elección popular, amén de que haya fallos, en la mayor instancia de este órgano, que se venden al mejor postor. Repito: en cada órgano hay una minoría que nada contra la corriente, pero la corriente sigue siendo abrumadora en dirección contraria.
Aquí viene la parte que recién comprendo y deseo compartir en este espacio: todo cuanto sucede en los tres órganos sucede dentro del marco constitucional de nuestra República. ¡Así de simple! Tenemos una Constitución que permite esas acciones que nos escandalizan. Nuestro Estado tiene un sistema que depende de la buena voluntad de sus administradores y no castiga a quienes usan sus puestos para conseguir beneficios personales. Por ende, si deseamos que las arcas del Estado sean bien administradas, necesitamos una Constitución que lo garantice, que provea controles y balances para asegurar que ningún órgano controle a los otros dos y que cada uno marche de acuerdo con la voluntad del soberano.
Permítame el lector un cambio de tema y pronto veremos su relevancia. Cada vez que se anuncia un triunfo del Canal de Panamá en cortes internacionales respecto a los reclamos que ha presentado el contratista del tercer juego de esclusas, los panameños celebramos con orgullo. Lo que muchos no saben es que esos triunfos no son casuales. La ACP, aparte de contratar a un equipo excelente de profesionales en Derecho que defienden los intereses del Canal cabalmente, se aseguró desde un principio de firmar un contrato que protegiera sus intereses. Ese contrato que sella herméticamente los intereses de sus firmantes es la base de todas las defensas del Canal, y sus argumentos ante cada reclamo están basados en las cláusulas del contrato. De no ser por su robusto contrato, el Canal no hubiera podido garantizar la construcción de su vía ampliada sin desembolsar las groseras cantidades que pretende cobrar su contratista. Del mismo modo, una Constitución robusta, que garantice que cada órgano del Estado responda ante el soberano y no entre ellos, removería los privilegios a quienes conspiran mientras el soberano es distraído con espejitos, pregonando que “robó, pero hizo”. Entonces, reformas, ¿para qué? Para que la buena gestión de un gobierno sea la norma y no un ideal inalcanzable.
La autora es una ciudadana hastiada
