Después de que el primer cavernícola dejó caer ese fatídico pedazo de carne al fuego, hace medio millón de años (sí cariño, la primera receta ya está viejita), comenzó a echarle otras cositas al guiso. Cualquier pepita que se encontraba en el camino era carne de cañón, como quien dice, y así comenzó a distinguir todo tipo de elementos que aliviaran el tedio o ayudaran a disfrazar la podredumbre de algunos alimentos.
Las especias impregnan la Biblia tanto como a los ungüentos que en ella se mencionan: la reina de Saba, por ejemplo, no fue donde Salomón por su linda cara y perfilada nariz (Reyes I:10), sino porque los fenicios estaban amenazando las rutas comerciales que ella controlaba, y José fue vendido por sus hermanos a mercaderes en ruta a Egipto con un cargamento de especias y mirra (Génesis 37:25).
Por otra parte, el papiro Ebers (1550 a.C.) también nos relata que los egipcios usaban anís, carvi, cardamomo, casía, mostaza, ajonjolí, azafrán y heno griego, entre otros, y los pueblos árabes han hecho de intermediarios en el comercio entre el Oriente y Africa, en las rutas al sur del desierto del Sahara. Para disuadir a sus clientes de que intentaran comerciar sin sus servicios, esparcían cuentos de pavor sobre todo tipo de monstruos y peligros que se podían encontrar en el camino.
Los fenicios distribuyeron las especias en el área del Mediterráneo hasta que Alejandro Magno tomara a Tiro, su capital comercial, el mismo año en que fundó Alejandría (332 a.C) en la desembocadura del Nilo: como sabemos, esta ciudad estaba destinada a convertirse en punto de encuentro de este y oeste.