Las malas presentaciones y los imprudentes protagonismos surgidos en nuestras relaciones internacionales están propiciando colisiones indeseables, y ese no puede ser el rol de Panamá en este escenario. Nuestras autoridades están descendiendo en la estimación de algunas naciones del mundo, ya por falta de conocimiento de la historia o por su alejamiento de los usos y costumbres de la diplomacia. Y si hay mal sabor en el exterior, en el plano nacional surgen dudas sobre la capacidad de los encargados de diseñar nuestra política exterior y acerca de la idoneidad de los que preparan al Presidente de la República para encuentros internacionales. Francamente, es inconcebible que en nuestro gobierno, integrado por tanta gente preparada, se haya encendido esta máquina de fabricación de disparates.
Para estructurar una política exterior hay que echar mano de un conjunto de normas de responsabilidad nacional e internacional que impida el surgimiento de protagonismos personalistas, que preserve la dignidad de la Nación y de sus gobernantes, y evite a toda costa confrontaciones innecesarias que puedan poner en peligro al país. Esto requiere sensatez –o sea, madurez– y un hondo contacto con nuestra historia y la del resto del mundo. No caben ni la ficción ni lo subjetivo, sino el claro propósito de contribuir al mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, de no intervenir en los asuntos de otros estados, de no apoyar a los estados infractores del derecho internacional, y de no reconocer las adquisiciones territoriales hechas por la fuerza.
En correcta expresión de lo que debe ser una política exterior panameña, el ministro de Relaciones Exteriores Harmodio Arias Cerjack (2003–2004), en su memoria presentada a la Asamblea Nacional, la preceptuaba de claridad de pensamiento e independencia de criterio, con valor para resistir presiones, y de destreza en su conducción. Agregó el ministro en ese documento que nuestra actuación solo debe responder a los intereses permanentes de la Nación y no a eventos coyunturales del entorno internacional, y no a simpatías o antipatías particulares. La citada memoria precisa que comprender los puntos de vista de otras naciones no significa que tengamos que considerar como propio el interés particular de ningún Estado amigo, porque perderíamos la libertad para actuar.
La integridad territorial, la seguridad ciudadana y la protección de nuestro Canal son los fundamentos principales para la conducción de una política internacional que contribuya a la realización de los objetivos nacionales. Esta tiene que ir claramente dirigida a conservar al país libre del terrorismo internacional, de incursiones de combatientes vecinos, del crimen transnacional organizado y de la potencial hostilidad de otros estados. Igualmente importante es dar la cara por la dignidad nacional ante los intentos de compra de influencia por parte de países donantes de deshonroso dinero o favores, y rechazar las presiones que otros ejercen para vincularnos a conflictos políticos o bélicos que no son nuestros. Esto solo se logra con relaciones internacionales imbuidas de principios y de expresiones prácticas de intereses concretos.
Entre las obligaciones que debemos retener, por supuesto, están aquellas emanadas de los organismos internacionales a los cuales pertenecemos, principalmente de las Naciones Unidas y la Organización de Estados Americanos, y de las Convenciones relativas a las víctimas de violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario. Como no somos partícipes de las guerras y pugnas políticas en curso alrededor del mundo, ni de los problemas geopolíticos regionales, solo nos cabe elaborar un inventario nacional de intereses propios y evitar comportamientos conflictivos en el plano internacional. Panamá, en otras palabras, debe sostener y cumplir los mandatos legales y normativos del sistema internacional, y punto. Esto sería amoldarnos a las posibilidades del país, mientras exaltamos los valores democráticos y promovemos la cooperación entre las naciones del mundo.