Como medio mundo y su familia, me imagino, vi y escuché, sin perder palabra ni detalle, la lectura de la sentencia a Alberto Fujimori. Pese a su extensión, el fallo fue una demostración del poder de la razón y de la palabra sobre el palabreo. Luego de meses de testimonios incompletos, de retorcimientos sofistas en la argumentación de la defensa, resultó notable el vigor descriptivo e interpretativo de la sentencia.
La potencia de los hechos, recordados, precisos, no solo en sí mismos sino en el contexto en que ocurrieron. La razón de la memoria no fue solo la de la verdad de los hechos sino de su correlación.
Ha sido un ejemplo de la fuerza de la razón, cuando el lenguaje, el idioma bien manejado describe, relaciona, precisa y resume la esencia de los hechos a través de la visión precisa de su existencia.
A lo largo de su historia frustrante y azarosa, nuestra Patria ansió y soñó gobernarse y vivir a través de la razón republicana: el gobierno de los pueblos, por sí y para sí. Sofistas y leguleyos al servicio de tiranos torcieron una y otra vez el espíritu de la república democrática para sofocarla y sojuzgarla. Esta sentencia rescata los mejores principios de la democracia y tendrá, por eso, valor y vigencia históricas. La fuerza de los hechos expresados en las palabras justas; el coraje de pensar con inteligencia y con verdad; el juez como mandatario del pueblo en la defensa de las leyes que sostienen la democracia, la libertad y el bienestar de sus ciudadanos.
Esto suena, me temo, demasiado general y, de repente, hasta gaseoso. Pero no lo es. Una república vigorosa necesita tanto o más de jueces a la vez sabios e intrépidos que de grandes líderes políticos. Por fortuna, y lo digo sin asomo de halago sino con estricta objetividad, lo ha tenido en el caso presente de los magistrados San Martín, Prado y Príncipe. Su fallo es histórico y reverberará mucho más allá de nuestras fronteras. Es una sentencia que robustecerá y ensanchará las fronteras de la democracia y la libertad.
Aquella sucesión argumental de preguntas y respuesta reiterada: “¿Está probado que…?” “Sí, lo está”, predicó su eficacia retórica en estar basada en un conocimiento sorprendentemente profundo y abarcador de los hechos. Fue un ejercicio de demostración investigativa con un rigor pormenorizado y sin baches que no recuerdo haber visto en ningún otro documento judicial y en muy pocas investigaciones.
¿Un ejemplo? Recordarán aquellos de ustedes que escucharon la parte final del alegato de Fujimori, que éste proclamó haberse enterado de mi secuestro recién en la primera conferencia de prensa que dio en Palacio luego del golpe del 5 de abril, cuando yo –recientemente liberado– le increpé por el secuestro.
En la sentencia, el tribunal recoge ese argumento, pero lo contrasta con lo que Fujimori dijo ese día, en esa conferencia de prensa. En efecto, cuando le reclamé por mi secuestro y el robo de mi computadora, Fujimori me respondió, entre otras cosas, que sabía que me iban a devolver la computadora ese día. ¿Cómo lo sabía, si, como dijo luego, recién se enteraba de mi secuestro?
No solo eso: luego de mi intervención en esa conferencia de prensa, tomó la palabra el periodista Fernando Yovera, para denunciar el secuestro de sus hermanos, que fueron capturados por un grupo dirigido por el coronel EP (r) Roberto Huamán Azcurra, mano derecha y cómplice de Montesinos. Huamán Azcurra buscaba a Fernando Yovera y, al no encontrarlo, capturó como rehenes a sus hermanos.
Cuando Yovera protestó ante Fujimori, éste le contestó que sabía que sus hermanos estaban a punto de ser liberados. Si recién se enteraba de esos arrestos y apremios delictivos, ¿cómo lo sabía? Y lo peor para él es que –aunque él lo olvidó al hacer la coartada que expresó en su alegato– cada una de sus palabras quedó filmada y grabada, y fue una de las múltiples contradicciones señaladas por los jueces.
Ahora toca, me temo, hacer algunas reflexiones personales. He debido ver y analizar este juicio desde la doble perspectiva de periodista y de agraviado. El secuestro que sufrí durante el golpe del 5 de abril de 1992 es uno de los cuatro delitos por los que Fujimori ha recibido esta sentencia contundente. A ese evento podría añadir semanas y meses de amenazas constantes, de peligro inminente; y luego varios años de lejanía de mi Patria, de lucha cuesta arriba para revelar la naturaleza criminal de la dictadura entonces en el poder. No somos muchos los que pasamos por esas luchas desde el día del golpe hasta el día siguiente del fax de Japón. Se hizo lo que había que hacer, pero el costo personal y familiar fue alto, muy alto.
A la luz de lo dicho, ¿qué emociones me provoca escuchar la sentencia? Con toda sinceridad, ninguna emoción de entusiasmo o de alegría.
Tengo, creo que es evidente, un sentimiento de admiración y respeto por el valor intelectual y la integridad ciudadana de los jueces. Renueva mi esperanza en construir un país grande, basado en la ley, el talento y la verdad.
Pero emociones de alegría, de sentimiento de vindicación o de reivindicación, ninguna. Tampoco de contento por la pena rotunda a la que ha sido sentenciado Fujimori.
No me satisface su sufrimiento y menos el de su familia. Es más, lo siento por quienes la integran, que quieren a su padre y sufren por su suerte. Lamento ese dolor, por cierto, pero la justicia debe cumplirse. Con humanidad y hasta con generosidad como enseñó para siempre nuestro Gran Almirante en Iquique, pero sin dejar la firmeza. La ley no castiga aquí abstracciones sino crímenes sangrientos, atropellos crueles y aleves, que dejaron lágrimas, dolor y vidas destruidas más allá de todo consuelo.
Pero, así como esta sentencia es un gran triunfo para nuestra democracia, debe recibirse también con entereza republicana. Ni con algarabía ni con celebración del dolor de los vencidos, sino con respeto y reconocimiento de su significado, con agradecimiento al favor del destino y conciencia de que – pese a la razón, el trabajo y la inteligencia empeñados– el resultado también pudo haber sido diferente. Pero sobre todo, por el costo que esto tuvo para todos.
Hay, además, un porcentaje, no muy grande pero tampoco pequeño de peruanos, que apoya al ex dictador. Y, salvo los delincuentes entre ellos, no se trata de someterlos y sojuzgarlos, sino de convencerlos e incorporarlos, o de coexistir en la diferencia.
Hace algunas semanas repetí lo que ya había dicho: que no quería ni aceptaba indemnización alguna, porque –por lo menos en lo que a mí respecta– no se le cobra a la Patria por defender su libertad. Emergí entero de cuerpo y alma (aunque no precisamente próspero) de esas luchas, y eso es más que suficiente.
He visto, sin embargo, que el tribunal ha acordado una indemnización de cierto monto para mí. Entiendo que no puedo rechazarla, así que declaro desde ya que quiero donar esa suma para el tratamiento y la rehabilitación de los soldados, sobre todo el personal de tropa, que sufrió mutilación en el servicio de la Patria, especialmente los veteranos del Cenepa. Pido que, cuando se lo tenga, se haga llegar ese dinero al comandante general del Ejército, para que éste lo entregue (agradeceré una rendición de cuentas y supervisión del gasto) al departamento indicado del Hospital Militar.
¿Sentimientos finales? Recordarán lo que decía Wellington: “Solo hay una cosa peor que la victoria y ésta es la derrota”. Cuando se lucha, hay que vencer, pero sin olvidar jamás los costos de la victoria y también hacer lo posible para que ella no degenere en soberbia y se convierta así en su propia negación.