Una mañana, en una escuela secundaria en Pennsylvania, Al Vernacchio, educador sobre la sexualidad humana por más de 20 años, pide a sus alumnos que se imaginen que llegaron a clases sin genitales. Les recomienda ir por ellos al “departamento de genitales perdidos” de la escuela, para encontrar el de cada uno. En el diálogo entre los estudiantes, se hace evidente que los varones pudieron fácilmente reconocer el de cada uno; las niñas, no. Dice Vernacchio, los penes son públicos; las vulvas no. La clase inicia con lecciones de anatomía y pasa a explicar la función de cada órgano del sistema reproductivo y les dice: “una vez el espermatozoide se encuentra con el óvulo, deja impreso su género e, inmediatamente al nacer, se nos da un sexo: masculino o femenino, a pesar de que existen varios géneros”. Y así es, la sociedad nos ha dictado cómo vestir, arreglarnos, caminar, hablar, consentir o rechazar, dónde estar o ir, en qué ocuparnos, cómo funcionar, a qué aspirar, quehaceres y qué reclamar, según el sexo genital.
En 1950, en la Universidad de Johns Hopkins, el psicólogo John Money -quien trabajaba con niños y adultos con variadas y raras combinaciones de sexo- concibe ordenar en capas, como una forma de strüdel, ha dicho Anne Fausto-Sterling, un modelo del sexo y género en los humanos, a partir del encuentro del esperma masculino -que tiene espermatozoides con el cromosoma X y espermatozoides con el cromosoma Y- y el óvulo femenino, con solamente cromosomas X. Ese encuentro produce el primer sexo o la primera capa sexual, el sexo cromosómico, que llamamos el género sexual (XY o XX). Hacia las ocho semanas después de la concepción, los embriones con el cromosoma Y desarrollan testículos embrionarios y hacia las 12 semanas, los embriones con solo cromosomas X desarrollan ovarios embrionarios. Esto constituye la capa del sexo gonadal fetal. Una vez los embriones ya tienen gónadas (testículos y ovarios), éstas producen hormonas sexuales fetales. Entramos en la capa del sexo hormonal fetal. Hacia el cuarto mes de gestación, estas hormonas ejercen actividad sobre el sexo genital, sobre el sexo reproductivo interno fetal (el útero, el cuello uterino y las trompas de Falopio en las niñas y los vas deferens, la próstata y el epidídimo en los niños), y sobre su cerebro sexual. Su efecto sobre el sexo genital asienta o fortifica el sentido de su género, su imagen corporal y su identidad de género, que seguirá hacia la adultez. El efecto sobre los órganos reproductivos internos coadyuva junto con la función del cerebro sexual a la producción de hormonas sexuales o sexo humoral puberal, y estas hormonas son responsables de la curiosidad sexual, el sexo erótico y el desarrollo morfológico del sexo en la pubertad, o sexo puberal morfológico. Todo esto se manifiesta en la identidad de género del adulto.
La construcción social del niño o la niña se inicia cuando se le conoce por el ultrasonido obstétrico o cuando nace, y esto es lo que ocurre a la salida del ascensor. El padre orgulloso y contento sale del ascensor del hospital con su nuevo bebé, donde lo espera una población respetable de amigos y familiares, y grita: ¡es un niño! En ese momento se refiere al sexo anatómico y aquí comienzan los desencuentros de la identidad binaria, que inciden en todos los aspectos de la vida de nosotros, si somos niños o si somos niñas, a la vista de los demás. Ese día hay que mostrar los genitales del recién nacido para confirmar su sexo. Pero resulta que “lo maravilloso de la naturaleza es su diversidad biológica”, que la construcción social, desconociendo la naturaleza, quiere convertirla en una ecuación de dos. La diversidad sexual no se puede negar ni borrar. La identidad sexual o de género es un sentimiento interno de sentirse hombre o sentirse mujer en un cuerpo que se alinea o no conforme a su sentimiento, coincidente o no coincidente (“me siento hombre, luego soy hombre”; “me siento mujer, luego soy mujer”). La orientación sexual no es la preferencia sexual, porque no se escoge ser homosexual o lesbiana; es la atracción que se siente, romántica, sexual o genital, en relación con su género o a pesar de él (“me gusta ese hombre”, “me gusta esa mujer”). El adulto homosexual, la lesbiana y el trans- fueron un niño o una niña homosexual, lesbiana o trans-. ¿Dónde está el daño a otros, por estas variedades, sentimientos y orientaciones de minorías sexuales? Como seres humanos tenemos similitudes biológicas. No somos superiores los unos sobre los otros. Somos diferentes, pero no somos distintos. Tampoco somos géneros opuestos o sexos opuestos; somos el otro género, el otro sexo. Somos seres humanos con derechos y dignidad. Y así tenemos que educar a nuestros hijos, a nuestros niños, desde muy temprano.
Pareciera que estos paradigmas del género y de la diversidad no tienen la capacidad de hacer daño, pero resulta que cuando se organiza la sociedad bajo la percepción de que los cuerpos que la constituyen son solo de hombres y de mujeres, cuando se exige señalar el sexo como identidad o cuando se niegan los derechos de pareja porque pareja es solo aquella entre hombre y mujer, cuando en casa se sugiere y se enseña a burlar, discriminar, irrespetar, insultar y agredir a las minorías sexuales, entonces sí tienen estos paradigmas la capacidad de hacer daño. Las estructuras sociales y legales cambiarán, pero no antes de que reconozcamos que nuestras minorías sexuales y de género no son solo casos aislados que “no hacen la regla” ni las reglas; son nuestros hijos, nuestros adolescentes, nuestros jóvenes, que viven por superar las terribles condiciones y situaciones que nuestra sociedad les oferta.
El autor es médico pediatra y neonatólogo

