Recuerdo que el programa se transmitía por televisión desde la plaza Víctor Julio Gutiérrez, a los pies del por entonces altísimo edificio de la Lotería Nacional de Beneficencia, que se levantaba blanco en los años de mi infancia, y se vestía para fiestas patrias de una banda tricolor desde la azotea hasta casi llegar al suelo. Tenía los ascensores más rápidos de Centro América, según rezaban los carteles de la planta baja.
Ahora resulta que se está investigando otra supuesta trama de corrupción en la Lotería Nacional. No seré yo quien pretenda justificar a éste ni a ningún gobierno, pero ustedes saben como yo que esta no es noticia nueva: “se repite la historia, solo cambia el actor”, como cantaba el gran José Feliciano.
Una vez más, esto de la Lotería es un síntoma: los gobiernos heredan la corrupción y no parecen tener interés en combatirla. Pasan por alto peculados, rebuscas y demás “chances clandestinos” que corren funcionarios de toda índole con tal de ampliar el negocio, bajo la mirada cómplice de sus correligionarios que temen descubrir la jugada para no tener problemas. Una gran tristeza.
A este paso, la suerte nos la roban y la alegría nos la agrian. Se ha instalado en la sociedad una escala de valores tan bajos que permea, hace varios presidentes atrás, todo el sistema político e institucional. Tan acostumbrados estamos a la corrupción que sólo esperamos que nos toque el “gordito político” para llegar a cualquier puesto público para robar a gusto. Ese sí que es, para muchos un buen premio.
Mientras nos roban, piensen en dar su voto a los más desconocidos que se presenten a las próximas elecciones. No podrán hacerlo peor que estos, o lo harán, por lo menos, de otro modo. Los políticos que nos gobiernan no los tenemos por buena o por mala suerte, no es porque estemos salaos. Son producto de nuestra necedad ciudadana: la suerte, buena o mala, hay que trabajársela.
El autor es escritor