En días pasados, hemos celebrado en Panamá el centenario de nuestros carnavales. Lo que resaltó inmediatamente fue la continuidad, organización y éxito de los carnavales del interior que contrastaron con las celebraciones de las de la capital y Colón, donde la celebración se realizó de una manera deslucida, improvisada, conflictiva entre sus autoridades y bajo un control policivo inusual sobre la población.
¿Son importantes los carnavales? ¿Qué función desempeñan? ¿Merece la pena que el Estado los organice y promueva? Estas son algunas preguntas a las que intentaré referirme en este escrito, tomando como referencia la teoría antropológica del Carnaval, como ritual popular, brillantemente analizado por el antropólogo brasileño Roberto Da Matta en su ya clásico libro Carnavais, malandros e herois (Zahar editores, 1979).
Para comenzar, el autor sitúa los carnavales en la misma categoría de otros rituales sociales como son las marchas del Día de la Patria y las procesiones religiosas, respectivamente. Rituales sociales que, en cada caso, construyen momentos especiales, pero no distintos, de la vida cotidiana de una sociedad, donde sus actores sociales dramatizan, amplían y replican el drama social y los valores de una comunidad nacional determinada.
Desde esta perspectiva, los rituales populares expresan y representan a su sociedad. Los carnavales utilizan una narrativa jocosa, la del disfraz, la broma, la fiesta. Las marchas del Día de la Patria utilizan el lenguaje autoritario y militar del Estado nacional y las procesiones religiosas utilizan el discurso dogmático de la fe por el temor de Dios y la esperanza de salvación eterna. Así queda establecida entonces la importancia teórica del Carnaval, aunque, desde luego, en la práctica, es el pueblo quien decide.
A juzgar por la historia panameña del Carnaval, la tradición oral sugiere que el pueblo sale a las calles a manifestar su alegría, su jocosidad e, incluso, su hostilidad verbal (y hasta su violencia) así como también sus frustraciones, durante esos días.
Cuentan los cronistas del Carnaval panameño que, en 1910, se iniciaron los primeros carnavales de la República, con ordenamiento y formalidad, por parte de las familias ricas de San Felipe. La historia oral del Carnaval también indica que hubo dos interrupciones importantes de su celebración oficial: la primera, inmediatamente después al golpe militar de 1968 y, la segunda, luego de la invasión norteamericana de 1989.
Esto sugiere que la celebración del Carnaval es importante para el pueblo panameño, para tomarse las calles y expresarse y que sus interrupciones representan intervenciones traumáticas en las costumbres populares de la Nación. Más importante aún: que los carnavales son una expresión de la sociedad republicana de Panamá y su suspensión se corresponde con intervenciones autoritarias, militares, que violentan la soberanía popular y el orden social del Estado nacional.
He leído a muchos intelectuales panameños que se refieren con sorna y desprecio a los carnavales, con un tonito esnob. Tal vez no han tenido la oportunidad de ilustrarse sobre el hecho de que los carnavales de un país, y de los panameños específicamente, forman parte de nuestro folclor.
El Carnaval panameño presenta dos modalidades: el privado y el estatal. Ambas presentan sus fortalezas y debilidades. La modalidad privada es más organizada y lucida. Es más profesional y tradicional. Pero requiere de reinas con dinero y, por tanto discrimina con base a la clase. La modalidad estatal es más amplia y popular, pero es politizada, clientelista, improvisada y casi siempre corrupta. Los carnavales vienen indicando uno de los dilemas sociológicos más importantes de los panameños, cuestionándonos: ¿cómo lograr la eficiencia con equidad?
A los carnavales panameños les falta un Ministerio de Cultura y/o Turismo, con expertos en historia, folclor, empresas del espectáculo y entretenimiento, música, artistas plásticos y artesanos, que velen por la realización sostenida y profesional de una fiesta nacional de excelencia: con concursos de disfraces, de coreografía y cantos de comparsas, de temas originales, de artísticos carros alegóricos, polleras, orquestas nacionales, tunas y murgas. Que le devuelva al folclor su lugar enaltecido: con diablos y resbalosos, cantaderas, tambor de orden y punto, con fuegos artificiales, máscaras y disfraces. Donde participen todos los barrios, las empresas, las colonias, en los desfiles de disfraces.
Donde por las noches se pueda ir a bailar a los hoteles, los jorones y ranchos donde hay bebidas, mesas, comida y sanitarios. Las tarimas deben estar mejor repartidas por todo el país y no deben ser monopolio de nadie. Debe escucharse la salsa, el merengue, el pindín, la décima, el reggae, el jazz, el bolero… Las reinas deben vestir con disfraces diseñados por nuestros mejores artistas, inspirados en temas originales nacionales y no copiarse de las vedettes de clubes nocturnos o de los carnavales del Brasil. La seguridad es importante, pero debe dársele a la Policía de Turismo: orientadora, gentil, sin rebusca...
Debe haber diversión para todos. El desfile del Carnaval, en las tardes, ha sido siempre el momento para chicos, ancianos y adultos. Donde todos pueden participar como actores o como observadores en un ritual colectivo de la alegría de ser panameños. Carnavales que no separen a los panameños. Lo que en teoría antropológica se llama communitas, que construye identidades (nacional, regional, etnicidad, género, de clase, etc.) sentido de pertenencia, amor a la cultura y a los panameños con nuestras virtudes, contradicciones y diferencias.