Theodore Roosevelt llegó inesperadamente a la Casa Blanca en septiembre de 1901. Unos meses atrás—a principios de marzo—había asumido el cargo de vicepresidente bajo William McKinley, reelegido a un segundo período presidencial (1901-1905).
Ponerlo de vicepresidente fue una estratagema para neutralizar a un político en ascenso, cuyo desempeño público se había destacado por declaraciones y actuaciones enérgicas (y populares) contra la plutocracia. Los jerarcas del Partido Republicano, sin embargo, no contaban con que el asesinato de McKinley catapultaría a la presidencia a “ese vaquero” (“that cowboy”).
El 2 de septiembre de 1901, días antes del atentado que lo llevaría a la jefatura del Ejecutivo, el vicepresidente Roosevelt pronunció un discurso en Minnesota. En una parte del texto, Roosevelt aludió al “viejo proverbio” que, para “llegar lejos”, recomendaba “hablar en voz baja y llevar un gran garrote”.
Según el vicepresidente, ese debería ser el fundamento de la política exterior estadounidense: recurrir a la diplomacia, respaldada por la fuerza militar, para promover los intereses nacionales y usar la fuerza cuando la diplomacia no surtiese los efectos deseados.
Roosevelt duró casi ocho años como presidente, pues completó el segundo período de McKinley y, en la elección de 1904, logró su propio mandato para gobernar entre 1905 y 1909. Durante su administración, se dedicó a reducir los monopolios que, a juicio de muchos, tenían acogotado al consumidor estadounidense.
También impulsó la conservación del ambiente. Creó el Servicio Forestal y numerosas reservas, y puso bajo protección federal aproximadamente 95 millones de hectáreas de espacios naturales.
Usó el poder ejecutivo como ningún otro mandatario hasta ese momento. Empleó las facultades del cargo, reinterpretadas con amplitud, para conseguir los fines que se planteó, inclusive obviando el sistema de frenos y contrapesos de manera alarmante, al parecer de algunos observadores.
La política exterior tuvo para Roosevelt gran atracción desde los días en que fue subsecretario de la Marina (1897) y combatiente en la guerra hispanoamericana (1898). Tras la victoria estadounidense en ese breve conflicto con España, Estados Unidos alcanzó el codiciado sitial de potencia mundial en un sistema internacional configurado a partir de imperialismos clásicos.
Mediante el tratado de paz de París (1898), Washington consiguió posesiones ultramarinas: Cuba, Puerto Rico, Guam y Filipinas, los últimos residuos del imperio español en América y el Pacífico, a los cuales añadió a Hawaii, anexada ese mismo año. Con el respaldo de una gran armada, que gobiernos recientes habían incrementado y fortalecido, Estados Unidos, finalmente, podía situarse a la par de las grandes potencias.
Siendo presidente, Roosevelt se dedicó a afianzar la posición de su país en el concierto de las naciones, precisamente sobre la base de la política del gran garrote. A diferencia de sus predecesores, quienes se abstuvieron de involucrarse en asuntos ajenos al hemisferio occidental, Roosevelt se inmiscuyó en la política mundial, mediando entre Rusia y Japón para producir el tratado de paz de 1905, que puso fin a la guerra entre ambos imperios.
Esa mediación le valió el premio Nobel en 1906. El año siguiente, en respuesta a su convocatoria, los Estados del mundo se reunieron en La Haya (Holanda), en una segunda conferencia de paz (la primera fue convocada por el zar Nicolás II de Rusia, en 1899).
En ese cónclave—en que Panamá estuvo representada por el Dr. Belisario Porras—se adoptó una serie de instrumentos para ordenar y “humanizar” la guerra.
Fiel a sus convicciones sobre política internacional, Roosevelt no tuvo reparos en aplicar el “gran garrote” cuando la diplomacia no rendía los resultados esperados. La historia de las relaciones entre Panamá y Estados Unidos a principios del siglo XX es testimonio de ello.
En 1903, Washington utilizó su poderío para extraer de Panamá humillantes concesiones, muchas de las cuales no eran realmente necesarias para culminar la obra del canal. Pero sí eran convenientes en el esfuerzo por demostrar al mundo que Estados Unidos tenía férreo control sobre su esfera de influencia.
La política del gran garrote contribuyó a que Washington obtuviera un canal bajo su control a través del istmo centroamericano, como lo ambicionaban Roosevelt y otros, pero, al mismo tiempo, generó en muchas partes un resentimiento que todavía no ha sido totalmente superado y aún contribuye a generar suspicacias.
El autor es politólogo e historiador y dirige de la Maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá.