Su efigie aparece en el billete de dos dólares, el cual, por cierto, circula muy poco. Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, nació en esta fecha—13 de abril—en 1743.
Primer secretario de Estado (1790-93), segundo vicepresidente de la unión (1797-1801) y tercer presidente de Estados Unidos (1801-1809), Jefferson es justamente reconocido como uno de los grandes estadistas de la era moderna. Curiosamente, la inscripción sobre su tumba—que él mismo escribió antes de fallecer—no menciona esos cargos.
Su lápida lo describe como autor de la Declaración de Independencia (1776), creador del estatuto de Virginia para la libertad de culto (1786) y padre de la Universidad de Virginia, su estado natal (1819). Esta descripción indica lo que para él fueron los logros más importantes de su vida.
Jefferson fue un hombre renacentista, cuyo rasgo singular era una preocupación extraordinaria por la libertad y el conocimiento. Desde joven se impuso un programa educativo extenuante, conforme al cual dedicaba la mayor parte del día a la lectura y al estudio de materias tan diversas como filosofía, historia, ciencias naturales y exactas, arte, lenguas extranjeras (griego, latín y francés), arquitectura, literatura y derecho, carrera que siguió a partir de estudios formales en la Universidad William & Mary (The College of William & Mary, Williamsburg) y su admisión a la barra de Virginia en 1767.
Poco después (1769) fue elegido diputado a la asamblea de Virginia (House of Burgesses), a partir de lo cual inició su vida pública que abarcaría, al menos, cuatro décadas hasta el final de su mandato presidencial (1809). Aquellos inicios coincidieron con el comienzo de la agitación revolucionaria en Norteamérica.
En 1775, tras el estallido de la guerra de independencia, fue delegado al Congreso Continental, el cual le encomendó la redacción de la proclama que dio origen a los Estados Unidos de América y, aún hoy, sigue sustentando el derecho a la autodeterminación de los pueblos en todo el mundo, al igual que la obligación de los gobiernos de propender al bienestar de la población y salvaguardar la libertad de todos los miembros de la colectividad.
En caso de que algún gobierno infrinja el cumplimiento de este deber, asiste al pueblo el derecho de rebelarse para poner fin al abuso de poder. Ese planteamiento universalmente válido, tanto entonces como en la actualidad, confirma la facultad para descartar los malos gobiernos, por la vía de la rebelión y la fuerza de las armas, si las injusticias y arbitrariedades de los gobernantes lo ameritan.
Dice la Declaración de Independencia del 4 de julio de 1776 “que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad.”
Aunque el proyecto que entregó fue modificado por el congreso, la parte medular, arriba citada, se atribuye enteramente a Jefferson. Uno de sus aspectos fundamentales es aquel concepto, luego adoptado en las constituciones de los países que se inspiraron en el modelo estadounidense (así como en la revolución francesa), de que el poder emana del pueblo.
En muchas autodenominadas “democracias” de nuestros tiempos, esa disposición es letra muerta, como resultado de la manipulación mediática, el clientelismo, la compra de votos, el persistente autoritarismo y la impunidad. La política panameña es un vivo ejemplo de la negación de los principios universales enunciados por Jefferson.
Por eso, un sistema educativo preocupado por mejorar cultura cívica incluiría la Declaración de Independencia en su pénsum y haría que los estudiantes la lean e interioricen sus conceptos, a fin de formar ciudadanos comprometidos con los valores de la libertad, la probidad y la participación activa.
Otro rasgo central es el énfasis en la igualdad de todos los hombres. Durante mucho tiempo se ha debatido a quiénes incluía, en 1776, la categoría de “hombres”; algunos conceptúan que, a finales del siglo XVIII, el término contenía solo a los integrantes blancos del sexo masculino y excluía a afrodescendientes, indígenas y mujeres.
Otros insisten que la denominación de “hombres” comprendía, inclusive entonces, a todo el género humano. Fustigan a Jefferson por su “doble moral”, no solo al excluir a los afrodescendientes de su categoría de “hombres”, sino al transigir con la esclavitud.
El propio Jefferson, quien hasta su muerte fue propietario de esclavos (en su mayoría, hipotecados para respaldar sus copiosas deudas), propuso medidas para atenuar y, eventualmente, abolir la esclavitud. La oposición de sus compatriotas y su aversión a las discordias lo previnieron de seguir impulsándolas.
Simón Bolívar, otro paladín de la libertad, quien mucho admiraba a Jefferson, llegó más lejos en su lucha contra la abominable esclavitud. Nacido, como el gran estadounidense, en una familia latifundista y propietaria de esclavos, no dudó en liberarlos, a pesar del menoscabo económico que acarreó su decisión.
Ante la queja de su sobrino Anacleto, heredero de una de las propiedades familiares, quien le reclamó que había dejado el latifundio desprovisto de mano de obra, le contestó en 1823: “Todos los esclavos que eran del vínculo que tú posees ahora los he dado libres—porque eran míos y he podido darles la libertad—así, ninguno quedará esclavo por ninguna causa ni motivo.”
El autor es politólogo e historiador; director de la maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá; y presidente de la Sociedad Bolivariana de Panamá.