Todos somos ucranianos



El Derecho Internacional es la espina dorsal de la sociedad internacional. Su observancia y aplicación es esencial para mantener la paz y de vital importancia para los Estados pequeños y sin potencial bélico, como el nuestro.

Desde 1945, la Carta de las Naciones Unidas, vinculante para todos sus Estados miembros, es el principal componente del Derecho Internacional. Todos los miembros de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) tienen la obligación de acatar su contenido.

Según el artículo 2(3) de la Carta, los miembros de la ONU “arreglarán sus controversias internacionales por medios pacíficos de tal manera que no se pongan en peligro ni la paz y la seguridad internacionales ni la justicia.”

De acuerdo con el numeral siguiente, los Estados miembros “en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquiera otra forma incompatible con los propósitos de las Naciones Unidas.”

El artículo 33(1) agrega: “Las partes en una controversia cuya continuación sea susceptible de poner en peligro el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales tratarán de buscarle solución, ante todo, mediante la negociación, la investigación, la mediación, la conciliación, el arbitraje, el arreglo judicial, el recurso a organismos o acuerdos regionales u otros medios pacíficos de su elección.”

Tanto Rusia (autoproclamada sucesora de la Unión Soviética) como Ucrania son miembros fundadores de la ONU, admitidos el 24 de octubre de 1945, tal cual lo recuerda Alonso Illueca (La Prensa, 24 de febrero). Por lo tanto, ambos Estados están obligados a acatar la Carta de las Naciones Unidas.

Sin embargo, tras meses de amenazar a su vecino mediante el amontonamiento de tropas en la frontera, la semana pasada, Rusia invadió a Ucrania, supuestamente en apoyo de la autodeterminación de los pueblos de la zona del Donbass.

Esa región, parte de Ucrania según acuerdos limítrofes internacionalmente reconocidos, tiene una población mayoritariamente rusa, como resultado de las “‘limpiezas étnicas’ llevadas a cabo por la Unión Soviética” mientras Ucrania formó parte de la URSS (1922-1991). Esta política diezmó “la población de etnia ucraniana, que fue sustituida por colonos rusos enviados por Moscú” (ABC, 21 de enero).

Con base en esta patraña—la supuesta defensa de la población rusa del Donbass—el régimen de Moscú ha emprendido una acción criminal que no puede configurarse de otra manera que como un acto de agresión. Este es el más grave delito internacional, definido en el Estatuto de Roma de 1998 como “el uso de la fuerza armada por un Estado contra la soberanía, la integridad territorial o la independencia política de otro Estado, o en cualquiera otra forma incompatible con la Carta de las Naciones Unidas” (Art. 8 bis 1).

El crimen de agresión es personalmente imputable, como lo indica el artículo 8 bis 2 del mencionado estatuto, el cual señala que una persona lo comete “cuando, estando en condiciones de controlar o dirigir efectivamente la acción política o militar de un Estado… planifica, prepara, inicia o realiza un acto de agresión que por sus características, gravedad y escala constituya una violación manifiesta de la Carta de las Naciones Unidas”.

Más claramente no puede calificarse la repudiable acción llevada a cabo por Vladimir Putin contra el pueblo ucraniano. Su actuación merece la más firme condena y amerita la más contundente respuesta de la sociedad internacional, agraviada como lo ha sido por una criminal incursión militar, que continúa ejecutándose con cuantiosas pérdidas materiales y humanas en Ucrania, para lo cual utiliza, como carne de cañón, a las engañadas y manipuladas tropas rusas.

Además de los factores legales expuestos, hay razones morales que obligan a apoyar a Ucrania para enfrentar la despiadada e ilegal agresión rusa. En años recientes, Ucrania ha avanzado lentamente hacia un mayor grado de democracia, sobre todo, a partir de la “revolución de la dignidad” en 2014.

Freedom House, una ONG internacional, compila un índice de libertad que abarca desde 0 (completa ausencia de derechos civiles y políticos) hasta 100 (plena vigencia de dichos derechos). La más reciente entrega de su informe asigna a Ucrania un puntaje de 61 sobre 100.

Aunque aún tiene un importante camino por recorrer, el desempeño democrático del país ha mejorado en los últimos diez años (en 2013, el puntaje asignado fue 57). Rusia, por su parte, es uno de los países más represivos del mundo, con un puntaje de 19 sobre 100.

En los últimos años, el régimen de Putin ha causado un descenso en el índice de Freedom House, de 27 (2013) a 19 (2021). La tiranía de Putin, que lleva ya 22 años, ha consolidado la cleptocracia en Rusia, instaurando un sistema de gobierno cuyo fin es el enriquecimiento del autócrata y sus secuaces a partir de su control de la cosa pública, la manipulación cibernética y una cruel opresión a base de restricción de libertades, descalificación de opositores y el encarcelamiento, la tortura, el envenenamiento y el asesinato de sus adversarios.

Para ello, Putin no ha escatimado en recurrir a la mafia rusa, a la que está íntimamente vinculado y a la que ha cultivado y hecho prosperar hasta alcanzar insospechados niveles de poderío y maldad. No puede ser más diciente el contraste entre ese oscuro tirano—recluido en el Kremlin y temeroso por su vida—y el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky, elegido en una votación transparente, quien ha asumido un liderazgo crítico y valientemente se ha puesto al frente de los esfuerzos por repeler al invasor.

La lucha sin cuartel del heroico pueblo de Ucrania contra la criminal agresión rusa merece admiración y respaldo en todo el mundo.

El autor es politólogo e historiador; director de la maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá; y presidente de la Sociedad Bolivariana de Panamá.

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