El 17 de marzo de 1930, Rafael Leonidas Trujillo, jefe del ejército dominicano, presentó su candidatura presidencial. A esas alturas, ya era el indiscutible mandamás de su país, cuyo cuerpo armado controlaba desde que fue entronizado como comandante en 1925.
Tras un torneo electoral innecesariamente violento (no tuvo contendientes), Trujillo fue proclamado vencedor en mayo y tomó posesión en agosto de 1930. Así inició—a través de una elección amañada—uno de los regímenes más sanguinarios y corruptos en este continente, que el premio Nobel de literatura, Mario Vargas Llosa, retrata con maestría literaria en su novela La fiesta del chivo (2000).
A lo largo de su tiranía, de 31 años de duración, el autoproclamado “generalísimo” mantuvo un control absoluto en su país. Transformó al ejército y al gobierno en instrumentos a su servicio; sometió al sector privado a su ilimitada codicia de poder y riquezas; humilló a las capas superiores, supeditándolas a su insaciable lujuria y megalomanía; se confabuló con la jerarquía eclesiástica, la cual avalaba y bendecía al régimen, a pesar de sus estomagantes excesos; y disfrutó del favor de Washington hasta la víspera de su muerte. ¿Qué más puede anhelar un dictador?
Trujillo elevó el culto a sí mismo a dimensiones estalinistas, instituyendo en su honor cuanto homenaje descabellado pudiese concebir. Impuso su nombre a la capital—la más antigua de América—la cual, desde su fundación en 1498, se llamó Santo Domingo, hasta que, en 1936, el dictador dispuso denominarla “Ciudad Trujillo”.
La peor de sus atrocidades fue la masacre de 1937, ordenada por el propio dictador en contra de los haitianos que se encontraban irregularmente en territorio dominicano. De acuerdo con el excelente libro de la profesora Peguero (The Militarization of Culture in the Domican Republic, 2004), entre 12 y 20 mil indefensos haitianos perecieron en ese genocidio.
Solo mediante el asesinato—ocurrido 70 años atrás, en 1961—lograron los dominicanos librarse de su tiranía, no sin que antes Trujillo hubiese acumulado una multimillonaria fortuna y exterminado a miles de opositores. Entre sus víctimas más conocidas están el escritor español Jesús de Galíndez, quien con su tesis doctoral sobre la dictadura trujillista desenmascaró al déspota, y las hermanas Mirabal—Patria, Minerva y María Teresa—las célebres “mariposas”, en cuyo recuerdo la Asamblea General de las Naciones Unidas instituyó el Día Internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer (25 de noviembre).
La dictadura de Trujillo constituyó un prototipo de régimen militar que otros déspotas de la región pretendieron emular. En Panamá, primero lo intentó Remón, quien, tras alcanzar la jefatura de la Policía Nacional—en 1947—se convirtió en el mandón de la política panameña.
Puso en marcha la militarización, se entrometió en los procesos públicos, aprovechó el poder que acumuló para promover su propio enriquecimiento y, en 1952, alcanzó la presidencia por la vía electoral. Pero su sueño de instaurar un trujillismo en el istmo solo duró hasta 1955, pues fue abatido a tiros en el hipódromo de Juan Franco.
Años más tarde, otro militar aprovecharía el golpe de Estado que sus compañeros llevaron a cabo en 1968 para convertirse en amo absoluto de Panamá. Su despotismo, de tendencia trujillista, robó a manos llenas, persiguió, torturó y asesinó a quienes se le opusieron, e implantó un nauseabundo culto a la personalidad, totalmente ajeno a nuestra idiosincrasia, el cual perdura en el tiempo y el espacio a través de la designación de numerosas obras públicas con el nombre del tirano.
A pesar de sus crímenes de lesa humanidad, tuvo mejor propaganda internacional que Trujillo, pues hábilmente se arropó con un manto de progresismo, tercermundismo y nacionalismo que engañó a muchos. Sin embargo, el memorándum del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos, fechado el 14 de octubre de 1977, describe, sin vaguedades, el personaje al que el PRD rinde eterna pleitesía.
El memorándum, que en días recientes ha circulado ampliamente, asevera que siendo capitán de la Guardia Nacional panameña, Torrijos fue reclutado en 1955 como “informante confidencial” por la brigada 470 de inteligencia militar de Estados Unidos. Se le asignó un “salario” de 25 dólares al mes (lo que, en la actualidad, equivaldría a unos 245 dólares mensuales).
En los años siguientes, afirma el documento del Consejo de Seguridad, recibió progresivos “aumentos de salario” hasta 300 dólares mensuales (lo que equivaldría, hoy, a unos $2,150). Esta era la suma que, todavía en 1969—después de haberse convertido en dictador de Panamá—seguía percibiendo por su “cooperación” con la inteligencia militar estadounidense.
En su entrega a los intereses estadounidenses, Torrijos y Trujillo son hermanos siameses. Se diferencian en su legado: mientras que a Trujillo nadie osa ponderarlo, Torrijos sigue vivo en su herencia nefasta: su constitución militarista de 1972 y el sistema político de descabellado clientelismo y corrupción, aún vigente, para infortunio de los panameños.
El autor es politólogo e historiador y dirige la maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá.

