“Las tierras altas de Chiriquí estaban totalmente cubiertas de bosques hace menos de un siglo; hoy quedan solamente reliquias del bosque primario en las partes más altas de las cuencas que drenan los ríos Caldera y Chiriquí Viejo. A pesar de existir el Parque Nacional Barú, la tala no se ha controlado totalmente. El ruido de las motosierras es frecuente y el “buldozer” cada día se encuentra más arriba en la montaña… Las consecuencias de la tala de los bosques es grave; entre ellas: inundaciones siempre más catastróficas... erosión alarmante… El agricultor de las tierras altas explota una tierra muy especial, expuesta a aguaceros torrenciales. No es de extrañarse que sus tierras sufran tanto daño si no se aplican prácticas de conservación de suelos”.
Así inicia el informe llamado “La erosión y el manejo de suelos en las tierras altas chiricanas”, elaborado en 1981 por el ingeniero Remy Oster, como parte de la misión francesa que estudió las prácticas agrícolas y su impacto sobre los suelos de las empinadas laderas del Volcán Barú, para la entonces Dirección Nacional de Recursos Naturales Renovables.
El informe hace parte de un libro editado por Stanley Heckadon Moreno y Jaime Espinosa González en 1985 llamado Agonía de la Naturaleza, que puede consultarse por internet en la página de la Biblioteca Nacional. Es una joya.
Todo está dicho allí sobre los peligros provocados por los métodos utilizados por una buena parte de los agricultores de tierras altas. Sin embargo, casi nadie parece haber escuchado.
La tragedia ocurrida en el occidente del país como consecuencia del paso del Huracán Eta en la región, pone nuevamente de relieve el tema de la deforestación, el avance irresponsable de la frontera agrícola en tierras altas, así como las graves consecuencias de este proceder. Existe la información para detener la destrucción, para evitar las tragedias, pero no escuchamos.
Además de la responsabilidad directa de quienes han ido destruyendo sin piedad el bosque en tierras altas, quedan muchas preguntas que requieren respuestas de las autoridades sobre lo sucedido.
Nada sabemos sobre la falta de alertas, a pesar de la existencia de información que daba cuenta de la llegada del temporal. No olvidemos que el Sistema Nacional de Protección Civil (Sinaproc) prohibió ir a las playas del país durante los mismos días que abandonaba a su suerte a los chiricanos. Es decir, Sinaproc vio el peligro en las playas, pero no en una cuenca tan abusada como la del Río Chiriquí Viejo.
Y justamente aquí es preciso citar del tema de las hidroeléctricas de la zona: ocho en el río Chiriquí Viejo y casi el doble en el río Chico. Ya sabemos que no se relacionan con lo sucedido en tierras altas, porque la primera está aguas abajo, en Volcán. Sin embargo, nada se sabe sobre su impacto en las inundaciones que ocurrieron en la parte baja del río en Barú y Alanje. Se alega que son hidros de paso que no acumulan agua, pero hay dudas razonables que solo puede disiparse con información clara y transparente. Lo único cierto es que la población no fue alertada.
Hace unos años, el Chiriquí Viejo era un río de categoría mundial para rafting, lo que atraía a la región a miles de turistas. Hoy, los tramos son más cortos debido a las hidroeléctricas y de mucho menor intensidad. Perdimos una forma sostenible de ingresos y cedimos nuestro recurso natural para ser explotado por empresarios como Carlos Slim. Pero esa es otra historia.
Gracias a la valiosa información aportada por el geógrafo chiricano Jonathan González Quiel en entrevista con Antónima, sabemos que existe mucha data sobre eventos previos, cuáles son las zonas más vulnerables y lo que debe hacerse para tener un sistema de alerta temprana y respuesta rápida. A pesar de toda la información existente, las autoridades no actuaron para evitar la pérdida de vidas.
Un dato aportado por González Quiel duele de forma particular. El Laboratorio de Sistema de Información Geográfica de la Universidad Autónoma de Chiriquí (Unachi) no funciona, a pesar de ser una herramienta clave para un sistema de alerta temprana. Es solo un salón más donde los estudiantes reciben clases de cartografía sin la tecnología requerida.
Se trata de la misma institución cuya rectora, Etelvina de Bonaga, gana $13 mil 666 mensuales, y quien tiene la osadía de gastarse $320 mil en una consultoría de imagen. Dan ganas de vomitar.
La autora es periodista, abogada y activista de derechos humanos