En días recientes, en la ciudad de David, salieron a la calle numerosos panameños a protestar por el aumento exagerado del costo de la vida. Las protestas públicas, de carácter popular, no son del agrado del Gobierno Nacional. Menos lo son aquellas que llevan un mensaje contra el sistema mundial que ha dejado sin protección a los consumidores. La llamada globalización ha extinguido las políticas estatales y constitucionales que ponían freno al carácter especulativo de los precios.
Ante la desidia oficial, los consumidores encuentran en la calle su escenario efectivo por excelencia. Dada la incapacidad para dar soluciones populares la represión ocupa el lugar del diálogo o el lugar de la respuesta satisfactoria.
La represión en estas horas tan intolerantes tiene dos tiempos o métodos. El primero se limita a dispersar a los manifestantes. Ante la reiteración de las protestas en distintos lugares del país, se estrena el segundo tiempo, el que abre las puertas de los presidios. Ambos tiempos son intimidatorios y en ambos se le dice al pueblo que "tranquilidad viene de tranca". La consigna policiaca es clara: o el pueblo toma el camino de la sumisión o recibirá lecciones o trancazos totalitarios.
Las lecciones despóticas del segundo tiempo son más aberrantes porque dentro de los cuarteles los detenidos no solo viven en el mayor desamparo, sino que los carceleros se arman de la mayor cobardía y de los mayores abusos. En esta práctica existe una vieja tradición. Se debe recordar la primera manifestación universitaria contra el alto costo de la vida, realizada en la década del setenta. Era la época en que gobernaban los consentidos de Jimmy Carter. Los militares salvajemente disolvieron a los manifestantes, pero quienes fueron arrestados sufrieron toda clase de vejámenes. Un mayor de las Fuerzas de Defensa los puso en fila en el patio del cuartel y les dijo: vamos a jugar. El juego consistía en que nadie podía doblar las rodillas, el que las doblaba recibía un toletazo. Los universitarios, entre ellos un hijo mío, pasaron toda la noche de pie con intermitentes golpes brutales cada vez que el sueño o el cansancio los abrumaba. Los que ejecutaban éstas u otras maldades andan ahora predicando la palabra de Dios o trocando sus pistolas por los micrófonos de la Universidad de Panamá.
El espíritu satánico de aquella época se tenía por liquidado. Al menos no tuvo señales de vida, como sistema, durante los gobiernos de Endara, Pérez Balladares y Moscoso. Sin embargo, ese mencionado segundo tiempo ha resucitado en una cárcel de David y debe presumirse que la denuncia no es falsa.
La semana pasada, como queda dicho, algunos chiricanos que protestaban por el alto costo de la vida fueron privados de su libertad y dentro de la cárcel, según acusación formulada por los afectados, fueron desnudados, vejados e irrespetados. En Irak hacen lo mismo con los prisioneros capturados por la fuerza de ocupación. El mundo expresó su repudio por esas acciones poco varoniles que revelan alguna patología sexual en los carceleros porque el deseo de ver las partes íntimas de los prisioneros es un vicio que envuelve secretas desventuras masculinas.
Los cuarteles, lo dicen las leyes, no son centro de torturas físicas o sicológicas. Nadie puede ser víctima de las torturas, ni los delincuentes comunes ni los acusados de desórdenes callejeros. Si son capturados, unos lo son para determinar su grado de responsabilidad penal. A los otros se les mantiene recluidos, siempre se dice, como medida precautoria, transitoria, mientras se aplaca la protesta pública. Pero aprovechar las circunstancias de una detención para humillarlos es una manera indigna y hasta cobarde de lesionar los derechos humanos.
Esta clase de irrespetos debe merecer la protesta de los asociados. No debe olvidarse que así comienza toda política represiva. Al inicio de la dictadura militar solo morían y solo eran detenidos, por razones políticas, los civilistas humildes. Al entronizarse el sistema totalitario los empresarios también fueron víctimas de los atropellos, de los carcelazos y de los exilios. El peligro es que se sucedan tanto estas prácticas que la gente termine acostumbrándose y cuando pretenda reaccionar es más difícil el esfuerzo opositor, personal o colectivo. De allí que ante lo ocurrido en David ningún estamento social debe callar.
No podemos volver a la etapa cavernaria de la intolerancia policiaca. Un símbolo de aquella etapa se encuentra en la existencia del llamado "hueco", sitio ubicado en la antigua cárcel modelo construido para sancionar a los presos peligrosos, indisciplinados o que simplemente eran víctimas de una represalia caprichosa de algún entorchado. Era un pasillo cerrado en el que los detenidos, atiborrados, permanecían desnudos y sin contar con el auxilio de la higiene al satisfacer sus necesidades.
Yo tuve conocimiento de la existencia del "hueco" cuando murió en la cárcel el dirigente obrero José del Carmen Tuñón (22-7-1969). Al morir, sus compañeros de celda celebraron un responso lírico en su memoria. El orador solidario fue a parar con sus carnes desnudas en el "hueco". (En ese mismo sitio murió torturado el detenido político Genaro César Sarmiento el 20-1-69).
El medioevo penitenciario no debe volver. Somos o no somos un país civilizado. El jefe de la policía, Rolando Mirones, debe investigar lo denunciado por los manifestantes chiricanos. El presidente, Martín Torrijos Espino no debe permitir que la onda democrática que se inició en diciembre de 1989 muera en los cuarteles de la República.