Considerada la última reserva de la biosfera más importante de Centroamérica y patrimonio de la humanidad, la selva de Darién se encuentra bajo amenaza, debido a una actividad que crece, pese a regulaciones y restricciones locales e internacionales: la tala.
En el proyecto conjunto de La Prensa y el Pulitzer Center, conozca los detalles de esta realidad.
Así perdemos Darién
Hay una tierra en el centro del mundo que, dicen, permanece en estado salvaje. Una selva cerrada y maldita, habitada por pueblos ancestrales y atravesada por todo tipo de violencias, del narco a los paramilitares, del tráfico de personas al avance de colonos y empresarios madereros, que ponen en jaque el Darién, la reserva de la bioesfera más importante de Centroamérica y patrimonio de la humanidad.
Es el único lugar en todo el continente donde la carretera Panamericana se interrumpe para ser, en esencia, tierra sin ley.
Como un lejano oeste del siglo XXI, una Siberia tropical, el mito del Darién salvaje se construye desde tiempos remotos. Esta construcción está tan extendida y enraizada en el imaginario colectivo global y también de Panamá, que mantiene a uno de los últimos pulmones del planeta en la ilegalidad, preso de un proceso de deforestación escalofriante, protagonizado por invasores y madereros.
Fiebre de madera
En los últimos 15 años, la deforestación de Darién crece de una manera desproporcionada. Los árboles se derriban, la madera se vende y la tierra se quema para dar espacio a la actividad agropecuaria. Lo que se conoce como progreso.
Siguiendo esta lógica, el bosque no tiene ningún valor. Un bosque sin intervención produce cero crecimiento económico. Una vez que comienza su destrucción, comienza la actividad económica y los índices aumentan y se transforman en buenas noticias.
Para el Estado panameño, la deforestación es una mejora del terreno. Si un campesino quiere titular un bosque no puede, pero si lo tala, el Estado asume que hizo mejoras en el terreno y entonces se lo titula por unos pocos dólares. Se premia la tala. Y se legisla para promover la agroindustria y la ganadería.
A esta situación hay que sumar la vulnerabilidad de los pueblos indígenas, presionados por distintas fuerzas que los mantienen en la pobreza. Ante la ausencia del Estado, los madereros terminan siendo quienes llegan a las comunidades con recursos. Y la madera, tarde o temprano, es el capital de cambio. Para muchos indígenas también.
Dos hechos cambiaron el contexto y profundizaron el problema: en el año 2000 el Gobierno de China publicó un ranking de maderas preciosas, un estándar internacional sobre el palo de rosa, la madera más requerida para su mercado de muebles de lujo. Hay en el mundo 33 tipos, la mayoría en Asia y África. Siete de esas especies son de alto valor. Una de ellas se encuentra mayoritariamente en Darién. Es el cocobolo (Dalbergia retusa). En Panamá cotiza a 4 mil dólares el metro cúbico. Y esa misma madera puesta en China, cuadruplica su valor.
Luego de años de declararla madera protegida, en 2013 Panamá sucumbió a los lobby de los madereros aprobando la exportación de cocobolo, “siempre y cuando sean árboles caídos naturalmente” agregaron a la norma, prohibiendo la tala de una especie protegida. Lo que vino después fue un tsunami hecho de sierras y topadoras que amenaza con profundizarse a raíz del acercamiento comercial entre Panamá y China y los acuerdos secretos que firmó el presidente Varela con su par chino Xi Jinping.
Son árboles inmensos que atraviesan el país de punta a punta, camiones gigantes que transitan las rutas nacionales, pasan controles policiales, aduaneros, llegan en contenedores a los puertos del Canal de Panamá y desde allí embarcan a China sin que nadie aquí acierte a verlos. Tal es la situación que en 2015 el Gobierno informó que el 90% de la madera que sale del Darién es de de origen ilegal.
La cadena de complicidades que permite el saqueo de Darién es tan profunda, que la oficina de Interpol en Panamá decidió tomar cartas en el asunto, alertada desde China por el arribo a sus puertos de contenedores que no respetaban los protocolos de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies amenazadas de Fauna y Flora Silvestre –Cites, en inglés–. Encabezaron diversos operativos que terminaron con la captura de 13 contenedores de cocobolo en ruta hacia Hong Kong.
“Hemos visto ejemplos en la región de grupos de narcotraficantes que se pasaron al negocio de la madera”, declaró Andrea Brusco, de Naciones Unidas, en 2017, comparando la problemática con el tráfico internacional de drogas.
¿El cambio climático? No es una preocupación para el Ministerio de Ambiente de Panamá. Su ministro, Emilio Sempris, defiende lo que llama “aprovechamiento” del bosque: autorizó más de 142 mil hectáreas para la extracción de madera entre Panamá este y Darién. Contra viento y marea, promueve la tala “sostenible” en zonas protegidas. Mientras el Gobierno de Panamá aún se plantea si abrir o no el tapón de Darién, la apertura comienza a darse de hecho.
Agricultura y servicios
Alrededor de estas disputas por el territorio se generan vacíos legales que son aprovechados por los especuladores para titular tierras, para generar proyectos al borde de la ilegalidad o ambas cosas. Como sucedió con la finca de palma aceitera de Boca de Cupe.
La Fundación Canal de Vida, aliada a la empresa Palmares de Cupe, llegó a las comunidades con la palabra de Dios. Sus líderes, los esposos colombianos Carlos Mantilla y Nancy Acosta, y el pastor evangélico Narciso Arboleda, llegaron con la Biblia en una mano y la palma en la otra.
De hecho, se avanzó con la carretera y con la producción en 50 hectáreas de palma que, al estar ubicadas en el Bosque Protector Alto Darién –apenas a 5 km del parque nacional–, el Ministerio de Ambiente ordenó detener.
Una empresa aliada a la fundación les proveería de semillas y plantones: Agricultura y Servicios de Panamá (Agse Panamá, S.A.), propiedad de otros colombianos, los hermanos Francisco y Diego Hurtado. Estos empresarios lograron construir un conglomerado de sociedades que acaparan tierras en el Darién: entre 2007 y 2009 lograron titular 30 fincas, que suman cerca de 2 mil hectáreas, en el corregimiento de Pinogana, a través de microtitulaciones de campesinos pobres, que luego de conseguir la propiedad del Estado se las cedían a sus empresas.
Con esta tierra como respaldo y el proyecto de sembrar palma en Darién como horizonte, lograron entre 2013 y 2017 más de 2 millones de dólares del Ministerio de Desarrollo Agropecuario, que las pagó a sus empresas, entre otras, Conagro, S.A. y Procesadora La Piñuela, S.A.
La justicia determinó que los hermanos Hurtado son los responsables de la destrucción de la laguna de Matusagaratí, por lo que fueron condenados en junio de 2017 por el Segundo Tribunal Superior Penal a 32 meses de prisión y un año de inhabilitación para el ejercicio de funciones públicas por delitos contra el ambiente. Lo extraño del caso es que cinco meses después de la condena, aún seguían cobrando dinero del Ministerio de Desarrollo Agropecuario, como sucedió con el pago de 24 mil dólares a Procesadora La Piñuela en noviembre de 2017.
El hecho no deja de llamar la atención: tierra estatal que pasa a manos privadas por monedas, que luego son cedidas a una empresa que, usando esa tierra como respaldo, consigue millones de una entidad pública. La cadena de la felicidad.
La explotación del territorio es una política de Estado. La Asamblea Nacional promulgó un año atrás una ley para promover la siembra de palma aceitera en la provincia de Chiriquí. El presidente Varela la devolvió con cambios: pedía promover la palma en todo el país.
El día que la Asamblea nombró su Comisión de Ambiente, la fiscal ambiental Thalía Palacios no sabía si reír o llorar. Nombraron al diputado del Partido Revolucionario Democrático por Chepo, Alfredo Pérez, como presidente. Entre risas, la fiscal comentó que no podía creer que lo nombraran justo a él para legislar sobre medioambiente: lo tenía imputado por delitos ambientales, hasta el punto de que había logrado levantarle el fuero penal electoral para poder seguir con las pesquisas.
Esta investigación es resultado de un proyecto conjunto entre La Prensa y el Pulitzer Center, que la financia.