Historias de Coclesito

Historias de Coclesito


El hombre que tocará el acordeón montado sobre el lomo de un búfalo tiene los ojos reventados de noche. Sale el sol en Coclesito, y el chiricano Lesly Santamaría lleva tocando casi 10 horas. Es el encargado de musicalizar la amanecida del último día del Festival del Búfalo. Deja todo en la tarima, iluminada por una luz opaca de color verde mezclada con los primeros rayos del sol.

+info

Fiesta de búfalos

Santamaría, El león montañero, viste jeans negro y camisa azul oscuro. A sus pies se desparrama una decena de acordeones que cambia, dependiendo del tono de la siguiente pieza. El sol se cuela bajo el galpón dispuesto para la pachanga y siluetea un mosaico de largas sombras danzantes, que giran una y otra vez sobre la pista. Huele a cerveza seca, a fritanga y a transpiración. Sudan todos. Suda Santamaría, los niños que observan desde afuera, el borracho que no puede sostenerse sobre la silla blanca de plástico, la mujer que espera por pareja. Suda hasta el zinc.

De repente, se abre la rueda de cuerpos amanecidos. Aparece un hombre de camisa rojo vino que hala un búfalo con una cuerda azul amarrada a su nariz. Santamaría sabe que llegó la hora. Resopla, se refaja el pantalón y sube al lomo de la bestia, cuyo bramido queda disimulado por el jolgorio. Y comienza El mogollón, la tonada tradicional con la que se le da punto final a todas las fiestas de pueblo. Los bailarines achican la rueda y rodean al acordeonista de ojos trasnochados. Le toman fotos y se mueven poseídos por la música hasta que deja de tocar El león montañero y se despide. Se van todos. En menos de 10 minutos, no queda un alma en el galpón. La mayoría, si no todos, se fue a acostar: apenas es martes.

***

La historia de Coclesito va de la mano del fallecido dictador de Panamá, Omar Torrijos. Fue él quien fundó el pueblo el 8 de agosto de 1970, cuando llegó por primera vez al asentamiento de chozas y gente descalza. Esa fecha se convirtió desde entonces en el día de fiesta de Coclesito, cuyo nombre real es San José del General. Pero tampoco queda en Coclé, sino en Colón, distrito de Donoso.

El camino para llegar era montañoso y complicado en aquellos años, y duraba tres o cuatro días desde el pueblo coclesano La Pintada. Ahora todo es más fácil. Las empresas mineras se han encargado de ello para sacar el oro y el cobre de la minería a cielo abierto.

Hace 40 años también los búfalos llegaron a Coclesito. El dictador creó un experimento pecuario en el pueblo y trajo varias cabezas de búfalos de agua asiáticos por helicóptero desde Trinidad y Tobago. La idea, cuentan, era hacer de Coclesito un pueblo pujante con una industria alrededor de unas bestias capaces de multiplicar el capital para emprender otras actividades agrícolas. El plan sobrevivió hasta 1990, década a partir de la cual nadie quiso continuar la cooperativa y cada hogar prefirió hacerse dueño de los animales que le correspondían.

***

Tuve que visitar dos veces el pueblo para conocer a los búfalos. Ya hace cuatro años de aquella primera visita. Fui en días libres y dormí en el único hostal del pueblo. Pertenece a Humberto López Tirone, un hombre que hace décadas defendió la dictadura militar con vehemencia en la calle. Cuando lo visité, según él, había encontrado su redención entre semillas y espiritualidad.

Los búfalos son los animales insignia de Coclesito. Pastan escondidos en las parcelas detrás de los cerros, lejos de las viviendas. La parte del pueblo más cercana a esas llanuras es la hoy clausurada pista de aterrizaje, a la que se dirigía Torrijos cuando su avión explotó y se estrelló en cerro Marta.

López Tirone me presentó a varios personajes del pueblo. El primero fue José Valentín, que hoy debe tener más de 80 años. Le dicen ‘el constituyente’, por integrar la comisión que hizo en 1972 una Constitución que elevaba a Torrijos a “líder máximo de la revolución panameña”.

Valentín se quejó de la minera, ya que, aseguraba, esa nueva fuente de trabajo se había convertido en un obstáculo comunitario ajeno a la convivencia solidaria entre los vecinos.

Después conocí la casa que era de Torrijos. Un palacete de cedro amargo de dos pisos en el que el dictador recibió a Fidel Castro y Gabriel García Márquez. La cuidaba Virginia Oliveros, quien enfatizó en cómo muchos de los autoproclamados torrijistas se habían olvidado de aquel pueblo.

Por último conocí a Nina, una de las cocineras en el hostal de López Tirone, quien fue representante de corregimiento del pueblo y que enfatizó en la presión que hubo para que entraran las empresas mineras.

Con todas esas entrevistas hice una nota titulada Coclesito, 33 años después. Algunos días más tarde, llamé a López Tirone. Me dijo que el reportaje no había sido del agrado de nadie del pueblo. Ni siquiera de él. Pensé que no volvería a Coclesito.

En julio pasado supe de la celebración del Festival del Búfalo, una fiesta en la que los animales eran los protagonistas. Decidí volver.

 

***

El búfalo lidera la caravana. Sobre su lomo lleva a Evelia Vergara: la reina del festival. Lleva una pollera blanca y rosa, corona dorada y su sonrisa de novicia. Con una mano, saluda a los vecinos que ven su paso triunfal por el pueblo y con la otra, se sostiene de la silla. Atrás van sus princesas, que gesticulan de la misma forma. Mujeres empolleradas y bestias se funden en una sombra: minotauros de gala.

Un tamborito acompaña a la realeza que viaja sobre los búfalos. Recorre los caminos de piedra del pueblo y cruza el parque, oficinas, casas, puentes, la escuela, la abarrotería, hasta llegar al galpón del sudor.

La presentación musical se detiene y entran la reina y sus princesas sobre los animales. Hacen círculos y lanzan besos. A su alrededor todos bailan sobre los mosaicos blancos del piso, que rechinan con los pasos de los danzantes y con las pezuñas del búfalo.

Frente al galpón, varias toldas venden cerveza sin parar, agua y comida. Cosas fritas, principalmente. Como la carne de búfalo frita, por ejemplo. También guisada. Tiene un sabor muy parecido a la carne de res, si acaso un poco más grasosa. Un poco más allá están las ventas de recuerdos, frutas, vegetales y los juegos de azar. Solo interrumpe la música estridente el sonido de una pelota forrada con cinta adhesiva que golpea un zinc, en el intento por romper tres botellas para ganar un peluche. O lo que haya.

Más abajo aparece un bohío, donde un tipo revuelve dos pailas gigantes que contienen la pócima indiscutible: una sopa de búfalo patrocinada por la junta comunal. La prueba cada cinco minutos y siempre le añade otro ingrediente. Hasta que canta que está lista. La gente ignora la lluvia necia y se agolpa alrededor de los fogones. Los recibe el ambiente impregnado con el olor del culantro. Salen los vasos de foam humeantes hasta que vuelve a gritar que se acabó. Y se dispersan.

Cae la tarde y casi todos buscan un refugio para descansar. En unas horas se inicia la actividad nocturna: acordeón y alcohol. Aparecerán los pantalones largos, los zapatos oscuros, el perfume, el labial. Los excesos. Al fin y al cabo, es solo una vez al año.

***

Desde la caída de la cooperativa de los búfalos en la década de 1990, explica Eulalio Yángüez, representante de Coclesito, el negocio no ha sido el mismo. Originalmente, arribaron 21 búfalos y llegaron a tener hasta mil 500; los supermercados compraron hasta 90 animales mensuales; la industria de estas bestias fomentó otros ingresos.

“Pensaron que esto era una finca de Torrijos y la destruyeron”, dice Yángüez para resumir el fracaso.

El pueblo no volvió a levantar cabeza y corrió la suerte de tantos –tantísimos– otros pueblos pequeños del interior panameño: calles sin asfaltar, colegio rudimentario, falta de fuentes de empleo. Pero las minas relevaron a los búfalos hace 20 años. De las mil personas que viven en el pueblo, la mayoría tiene que ver con alguna minera.

El Festival del Búfalo da una bocanada de aire. Hace cuatro años, dice Yángüez, decidieron celebrar el aniversario del pueblo con los animales y reformaron el jolgorio. La meta, pareciera, dejó de ser la autosuficiencia. Ahora buscan el turismo interno y la minería a cielo abierto.

***

Regresar a Coclesito suponía reenfocar el ángulo periodístico a contar. En mi primera nota todo iba hacia cómo la política había resquebrajado un pueblo que ambicionaba ser autosuficiente. Pero igualmente los búfalos y su posterior festival surgen por iniciativa del exdictador tan admirado allí (tan odiado en otros lugares).

Lo que sí intenté en esta nueva visita fue evitar a los entrevistados del último trabajo. Un poco por prevenir un reclamo y otro, por la vergüenza de la autocrítica. Sentía que aquel reportaje no mostró al pueblo y a su gente con la nobleza que aspiré.

El pueblo sigue igual que hace cuatro años. La única diferencia era el ambiente: de lento y soporífero al jolgorio de los búfalos, que en una especie de retribución a la historia, vuelven a ser los héroes de Coclesito.

LAS MÁS LEÍDAS