A orillas de la bahía de Panamá ya casi no hay barrios. Algunos fueron acorralados por una nueva carretera, otros comprados para dar pie a la construcción de majestuosas y costosas torres de cemento. Hay uno, sin embargo, que se mantiene firme en su idilio con el océano. Se trata de Boca la Caja, un sector muy pequeño, pero que aún conserva al mar como su patio trasero.
Por Boca la Caja ya no pasan ni los automóviles. Su vía principal es una calle secundaria, donde los choferes más impacientes intentan evadir la congestión vehicular en la vía Israel. Sus pequeñas calles internas, tipo zaguanes, dan ese toque de barrio de antaño. Allí, por ejemplo, todavía viven pescadores.
Dos hombres flacos, mayores, salen de su casa de una sola planta, con piso de cemento pulido, justo al lado de un edificio de todo lujo construido allí hace algunos años. Son pescadores. Dicen que la pesca ya no es como antes, que ahora tienen más competencia de empresas grandes, que les cuesta sobrevivir a ellos y sus familias. La historia de artesanos rezagados en esta ciudad con aires cosmopolitas y aspiracionales.
Los pescadores, entonces, ofrecen hacer un recorrido por las entrañas del barrio. No por donde está la biblioteca municipal, o el centro de salud, o el parque. Sino hacia donde está la salida al mar, la razón de ser de aquel barrio.
Llegar es complicado. Solo alguien que realmente conozca aquellos zaguanes podría evitar perderse entre ese laberinto. Desde esos pequeños pasillos, si uno mira hacia el cielo, lo que menos se puede observar son las nubes o el sol. La vista vertical la tapan parcialmente las torres que suben casi hasta el cielo y donde casi ninguno de aquellos que van por aquel camino laberíntico podrían llegar a vivir.
En el camino hay niños que corren, tiendas de abarrotes, un hombre que prepara una piñata, otro que carga un tanque de gas y muchos ojos que observan. No tanto al pescador, que avanza con certeza y rapidez, sino a quienes le siguen.
Por fin, después de varias esquinas, se abre una pequeña rampa en la que unos obreros cosen algunas redes. Hay varios hilos tensados alrededor, por lo que hay que caminar con calma. Y entonces aparece la única salida al mar, una especie de cuadrado justo debajo del corredor Sur. En las partes traseras de las casas, como quien estaciona un automóvil, bailan varios botes al ritmo de las olas.
Todo parece estar en orden hasta que aparece un hombre flaco, joven, y le pregunta al pescador qué hacen por allí. El tono de la conversación es ligero, de colegas. Ambos, aparentemente, son pescadores. El más veterano, entonces, pide no sacar fotos. Solo observar. Segundos más tarde, corrige y recomienda mejor salir hacia la avenida principal.
Un grupo de pescadores jóvenes nos acompañan y se aseguran de que nadie tome una foto más. Ni siquiera de afuera, del barrio. Los encantos de Boca la Caja, parece ser, son solo para quienes viven allí.