Y de repente, paz. Atrás quedó el chillar del tren del Metro, los gritos que anuncian ruta, los claxones desesperados, el rugir de los motores, un taladro que suena a lo lejos, otro taladro que suena más cerca: el caos de San Isidro.
Solo basta con entrar a la callejuela que lleva hacia el templo Bahá’i para encontrar sosiego. En cinco minutos se llega a la cima del cerro Sonsonate, donde, sereno y majestuoso, aparece este centro de meditación y oración.
Adentro de la cúpula blanca, más silencio. Hay sillas asimétricas, un pequeño podio y una mujer que trapea con meticulosidad y parsimonia. Afuera, entonces, las vistas de la ciudad. La cúpula nacarada es visible desde casi toda la ciudad y, a su vez, desde la cima de aquella colina, se puede apreciar la metrópoli en todo su esplendor. La quietud apenas si la interrumpe algún pájaro que canta más fuerte que el resto o la máquina para cortar el césped alrededor del templo.

Benigno Villanero viste camisa fucsia y pantalón oscuro. Es de origen ngäbe buglé y ha sido bahá’í durante toda su vida, pues fue su padre el que sembró esta fe en su vida. Explica, con rapidez y tranquilidad, lo fundamental de esta religión: que nació en Irán, que llegó a Panamá a mediados del siglo XX, que este fue el primer templo Bahá’i en América Latina (ahora hay otro en Chile), y, quizás lo más importante, que el principio de esta fe es unir al mundo entero en una causa universal.
No es que quieran convertir a nadie, ni mucho menos. La fe Bahá’i, según fue concebida por su fundador Bahá’u’lláh, consiste en fraternizar con todas las religiones bajo el precepto de que todas creen en un dios común. Así, Krishna, Abraham, Moisés, Zoroastro, Buda, Jesús, el Báb y Bahá’u’lláh son mensajeros de un mismo ser. Por eso, el templo es abierto para que cualquier persona, sin importar su creencia, vaya allí a buscar sosiego y paz.
El oficio dominical, por ejemplo, consiste en leer pasajes de los diferentes libros sagrados. Cada uno de los que asiste es libre de interpretarlos como mejor le parezca. Esto, según Villanero, para evitar distorsionar el mensaje de las escrituras o transmitir prejuicios del interlocutor.
“La erradicación de todas las formas de prejuicio” es de las principales enseñanzas del Bahá’u’lláh. En estos tiempos en que algunas creencias discriminan por preferencias sexuales, país de origen o postura política, Villanero aclara que en su fe cada uno es independiente de vivir como quiera, de tomar sus decisiones y de asumir su verdad religiosa. “Al final de su vida, le tocará responder si hizo algo malo o bueno”, asegura.

Hace calor afuera de la oficina administrativa del templo, a unos 20 pasos de la cúpula. Un bus blanco sube y baja continuamente la callejuela para recoger -gratis- a todo el que llega al templo sin auto (parada del Metro de San Isidro, San Miguelito). Aunque unas 200 personas van al templo semanalmente, ahora está vacío.
La gente, cuenta Villanero, acude a meditar y a rezar, a escuchar, a hacer algo diferente. La mayoría entra al templo aunque hay muchos que solo pasean por los jardines, donde les toca cumplir con una de las pocas reglas de los baháíes: no caminar sobre el césped.





