Panamá en salvaje, en su estado más primitivo. El istmo que conoció Cristóbal Colón, el que deshizo los planes apoteósicos de Ferdinand De Lesseps con su canal francés; el de jungla y lluvia. Agua y selva. El istmo de los monos aulladores que gritan descontrolados desde las copas de los árboles, el de las serpientes venenosas, de abundancia de mariposas, de ranas brillantes. El Panamá de montañas, del interior, que pareciera estar lejos cuando no realmente.
El Parque Natural Metropolitano es un refugio de la ciudad de Panamá que se sacrificó por el comercio y los bienes raíces, y que conserva aún esa esencia selvática del istmo de hace siglos. Mide 232 hectáreas de belleza tropical, con decenas de especies de mamíferos y reptiles y centenares de distintas aves. Tenía varias hectáreas más, pero el corredor Norte debía ser construido en medio de aquel refugio.
Su edificio principal no es muy grande, más bien modesto. Tiene un mariposario, unos salones de alquiler, y no mucho más. Y entonces comienzan los senderos. Son seis en total, cada uno con diferentes niveles de dificultad. Está, por ejemplo, el de los momótides, en honor a un pequeño pájaro que abunda en esta área. Mide menos de un kilómetro y no tiene ninguna subida. Por el contrario, está el camino del mono tití, que mide poco más de un kilómetro, pero que sube a 156 metros sobre el nivel del mar, desde donde hay una vista de toda la ciudad. También está el sendero Dorothy Wilson, que es muy pequeño, pero está diseñado para niños de preescolar y para adultos con discapacidad.
Son caminos llenos de descubrimientos, de simplezas y de aire limpio. El del mono tití comienza con una calle ancha, con árboles a su alrededor y algunas estructuras que sobreviven desde los tiempos en que aquel lugar era administrado por los estadounidenses. El camino, incluso, está asfaltado al comienzo y en varios tramos, porque era utilizado por los norteamericanos para desplazarse con sus vehículos.
Aparece todo tipo de gente: la señora con bastón que viene bajando muy despacio, turistas, atletas, un tipo con una libreta que apunta lo que ve. Se acerca el mediodía y el viento golpea fuerte. Se escucha en las copas de los árboles que se mueven frenéticas. Viene una tormenta.
Desde la cima, la ciudad estática, sin los ruidos de los autos, sin los gritos, sin el tráfico. Sin el caos. Desde el cerro Cedro se ve apacible, calmada, coqueta.
La lluvia está cerca. Se siente, más que por las nubes, por el olor. Huele a aguacero. Se abre el cielo y se caen las nubes. Y entonces aparece la Panamá salvaje, la ciudad en su estado más primitivo. El agua corre furiosa por doquier. Rayos, truenos. Los animales, que hasta unos minutos antes de que cayera la lluvia se escuchaban omnipresentes, ahora están silenciados por el aguacero que los limpia, que los refresca. La lluvia dentro de la selva -la que nos queda- es sentir la vida en su estado más puro.