Cae la tarde en el parque Heliodoro Patiño y las escasas personas que lo merodean buscan una sombra para terminar de ver el día.
Son unas 30 personas las que deambulan en el parque principal de Juan Díaz, adornado por estos días en alusión a la Navidad, lleno de colores y de carpas que advierten que todo es obra y gracia del representante Javier Sucre. No de los fondos públicos, sino de la magnificencia del señor Sucre.
El parque está bastante limpio. Si acaso hay uno que otro envase de cartón que pulula cerca de los basureros. Se ve que está recién pintado, y los colores brillantes contrastan con los adornos navideños. Hay un tren, un santa claus, arcos, renos, cubos con la palabra Navidad, cohetes, duendes. Hay también unas cuantas máquinas que lanzan una sustancia que emula la nieve.
Bajo las carpas rojas con el nombre del representante, tres niños corren tras una pelota y unos adolescentes montan su patineta. A lo lejos, hay dos puestos de frutas y verduras y una señora vende bebidas junto con su hijo. No son los únicos que expenden líquidos. La biblioteca, al fondo del parque, que lleva por nombre Virgen del Carmen, anuncia que vende sodas, hacen fotocopias y venden artículos religiosos. A esa hora de la tarde, casi las 3:00 p.m., el lugar ya está cerrado.
El nombre de la biblioteca se debe a que el parque sirve como límite a la parroquia Nuestra Señora del Carmen, un templo repleto con publicidad de la Jornada Mundial de la Juventud y con un cartel del Club de Leones que reza: “Juan Díaz es un corregimiento de paz”.
Sigue la tarde y la brisa corre fuerte. La mayoría de las bancas están ocupadas por estudiantes o personas mayores. Mientras, los más jóvenes conversan casi que a gritos, los veteranos contemplan las calles, el caminar de las personas, la vida que les transcurre por delante. De repente llegan unos jóvenes y deciden utilizar las máquinas de ejercicio del parque, ahora adornadas por un santa claus gigante. Se ve que lo hacen como broma, más que nada, pues todos llevan jeans y zapatillas bajas mientras buscan las sonrisas cómplices de sus acompañantes.
Ninguno de los jóvenes hace casi bulla. Extrañamente tampoco hay nadie con algún tipo de bocina o radio que imponga sus gustos musicales sobre el de los demás. El único ruido que colma el parque, y que aturde, ocasionalmente, es el de los vehículos pesados que transitan por la avenida José Agustín Arango, a unos cuantos metros del corazón del parque.
Así es la dinámica diaria de este sitio, dice Juan Romero, un hombre de unos 70 años, que está sentado en una banca lateral del parque. “Vengo por la brisa. Falta más sombra, pues cuando podan lo hacen muy abajo”, asegura.
Un poco más allá hay otro contemporáneo de Romero, que prefiere no dar su nombre, ni siquiera dar uno falso, ya que “no le gusta mentir”. Afirma que viene de vez en cuando a esperar a que su esposa salga del trabajo, por allí cerca. Mientras lo hace, fuma sin parar.
Unos policías que vigilan el área aseguran que el parque es un lugar tranquilo, sin incidentes casi.
Los parques de los barrios populares son el refugio de la gente buena.