La avenida Central está casi desierta. Apenas si hay algunos comercios abiertos, unos cuantos turistas aprovechan para recorrer la famosa calle y uno que otro don se sienta a ver la vida pasar frente a él. No hay más que eso. Es Martes de Carnaval y gran parte de quienes viven en la ciudad se fueron hacia el interior. Los que se quedaron y disfrutan de las fiestas lo hacen en la cinta costera, donde una tarima pone la música y unos camiones cisterna ponen el agua.
Por mucho tiempo no fue así. La avenida Central fue el epicentro durante décadas de los carnavales capitalinos. Eran otro tipo de fiesta, más colaborativa, por decirlo de alguna manera. No dependían del Estado licitando ni de qué tan alcoholizados estaban quienes lo celebraban. Las empresas privadas organizaban distintas competencias, como la de disfraces o de murgas, y se repartían por toda la ciudad.
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Por muchos años, los carnavales se celebraron diseminados. Es decir, si bien la avenida Central era el núcleo de la celebración, como bien lo recordó Pedrito Altamiranda en su canción Carnaval en la Central, también se organizaban los llamados toldos, que obligaban a los fiesteros a recorrer gran parte del centro de la ciudad.
En Barraza, por ejemplo, sobre la avenida de Los Poetas, armaban varios toldos en los que se presentaban artistas de talla mundial, como Ray Barreto, Richie Ray y Bobby Cruz. No era extraño que estos artistas visitaran este barrio. A finales de la década de 1960, por ejemplo, Sorolo, el bohemio del pescao frito en El Chorrillo, conoció en una presentación en el barrio a Ismael Rivera, con quien entabló una profunda amistad. Fue Sorolo quien le habló del Cristo Negro que luego Rivera homenajearía con una canción.
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En San Miguel y Curundú también existía movida artística y cultural. Igualmente poseían los llamados toldos y muchos de los carnavaleros tomaban hacia aquellos rumbos para celebrar. Actualmente, durante estos cuatro días, se siente una tranquilidad ajena. Si acaso se puede ver a un tipo con congas que las guarda en el maletero de su auto para irlas a tocar a otro lugar; o un patio con mallas negras, con discoteca móvil y carro cisterna en el que un disjockey anima al vacío, pues no hay nadie más que él y los policías en aquel lugar.
Río Abajo, que por muchos años fue el referente de la música experimental en Panamá, también se vestía de gala para los carnavales y recibía a jazzistas y cantantes con ascendencia afro.
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Ahora, sin embargo, todo se concentra en la cinta costera. Es allí donde contratan artistas -con peleas legales en el proceso de licitación de por medio-, donde colocan los cisternas y donde bombardean con fuegos artificiales noche tras noche durante estas fiestas. Ya nada queda de aquella celebración en toda la ciudad, donde más que una excusa para tomar sin control, era un momento para construir identidad y cultura. Era otro tipo de ciudad y de ciudadanía.