En la ciudad de la furia



Cientos -sino miles- de conductores y de pasajeros son sorprendidos por la medianoche detenidos en la carretera Interamericana en su intento diario de salir de la ciudad de Panamá lo más rápido posible.

Faltan unos minutos para las 12 y el tráfico hierve. Miles y miles quieren llegar al oeste de la capital. Uno de los paños del puente de Las Américas está cerrado por reparación, y la fila llega hasta el Instituto Nacional. La luz roja del freno ilumina los rostros de derrota ante el paso desbocado de los buses piratas que quieren recortar la espera a como dé lugar.

En casi todas las capitales del mundo el tráfico se supedita a las franjas horarias. Desaparece el tráfico después de las 8 o 9 de la noche. Mucho más sobre la medianoche. Pero la ciudad de Panamá es diferente, y el congestionamiento vial, o tranque, es inherente a esta metrópolis. A cualquier hora, en cualquier contexto; el tráfico es nuestro pan de cada día.

Los motivos son muchos, y van mucho más allá de casualidades o imprevistos. Esta ciudad creció de forma desordenada y sin lineamientos lógicos, y el tranque es apenas un síntoma de la enfermedad.

La expulsión del centro de la ciudad -gentrificación, en términos anglosajones-, una pobre calidad de vida, y una mísera oferta de áreas de recreación son algunas de las consecuencias del desarrollo febril de esta ciudad furiosa, congestionada y laberíntica. Un lugar cuyo objetivo, pareciera, es sobrevivir más que existir.

UNA VIDA EN LA CALLE

Abdiel tiene 32 años y es ingeniero encargado de un proyecto de energía. Vive en el centro de La Chorrera y seis días a la semana invierte unas tres horas para ir a su trabajo en Costa del Este y otras tres para regresar a su hogar. Eso acumula al menos 30 horas a la semana y 120 horas al mes. Doble jornada laboral: en la oficina y en calle.

Tiene una niña de un año y un pequeño de cinco. Si los ve dos horas al día es mucho. Sabe que este es el momento para estar con ellos, ya que cuando entran al colegio cambiarán sus horarios de sueño. Su esposa, Sonia, labora en casa y eso les da cierta tranquilidad. Al menos uno de los dos está siempre en el hogar, dice.

No siempre Abdiel vivió contra el reloj. Creció en Parque Lefevre, un barrio de clase media en las periferias del centro de Panamá. Pasaron los años, se enamoró y decidió tener su propia familia. El primer paso era una casa propia y así fueron a dar a La Chorrera, una ciudad dormitorio a unos 40 kilómetros del centro capitalino. Aparte del tiempo en el tráfico, entrar y salir de la ciudad le cuesta unos $10 al día en gasolina. “Esto no es vida”, se resigna a decir mientras corta camino por San Francisco para evitar lo más posible la vía Israel.

Abdiel es consciente, sin embargo, de que su escenario no es el peor. “Sé que tengo una mejor calidad de vida que los que viven al este”. Más todavía con la ampliación de carriles que planea el Ministerio de Obras Públicas y para el que ya publicó el pliego de condiciones en el portal de compras públicas.

Todos los que toman la Interamericana van hacia Arraiján o La Chorrera. En cambio, las rutas hacia el norte y el este de la ciudad son las mismas. Un conductor que vive en Villa Lucre debe tomar la vía Ricardo J. Alfaro o la José Agustín Arango para ir a su casa. Mismo camino que debería circular el conductor residente en Tocumen. Eso si no quiere costos extras, pues allí están los corredores. Si toma el Norte, debe compartir las mismas vías con quienes van a El Dorado, a San Miguelito y a Las Cumbres. Si toma el Sur, con los que viven en Chanis, Ciudad Radial y Don Bosco.

Esa configuración está vinculada al contexto geográfico y político de la ciudad. La ciudad se mudó después de su incendio en Panamá Viejo hacia el oeste, al Casco Antiguo, donde quedó rodeada y protegida por el océano Pacífico. Siglos después, quedó flanqueada en su noreste por la Zona del Canal, un área alrededor de la vía interoceánica que controló y administró Estados Unidos durante décadas. Entonces a la capital solo le quedó crecer hacia el noreste.

En la primera de las tres presidencias de Belisario Porras -en la segunda década del siglo pasado- la capital se comenzó a formar. El mandatario creó una zona llamada núcleo alrededor de la ciudad amurallada, y que comprendía Calidonia y Bella Vista. Después diseñó un radio urbano marcado por el río Matasnillo y que llegaba hasta Obarrio, y luego vendría el extrarradio delimitado por el río Matías Hernández.

En 1962 se dejó de utilizar un ferri para cruzar el Canal y se construyó el puente de Las Américas, y se abrió la opción de desarrollar Arraiján y La Chorrera, como extensiones de la ciudad.

Así se forjó esta ciudad casi horizontal y poco dinámica, quizás aburrida, cuyos extremos metropolitanos están a unos 80 kilómetros. Bogotá, en cambio, una ciudad mucho más grande que esta y que alberga casi seis veces más población, tiene 42 kilómetros entre sus extremos urbanos. “Hay que recorrer más distancia para ir hacia los centros de empleos y de servicios”, explica el urbanista Álvaro Uribe sobre el caso panameño.

Esos trayectos más distantes se traducen entonces en más tiempo en la calle, menos en el hogar. En otras palabras, en una mala calidad de vida.

“Tendríamos que comer bien, dormir bien, hacer ejercicio, tener horas de ocio, y no cumplimos nada de eso. Andamos desesperados, intentando hacer las cosas rápido para ver si nos queda tiempo para nosotros. Estamos trabajando al límite”, asegura la sicóloga Ana María Flórez.

El sociólogo Gerardo Maloney va más allá. “Hay un factor que es producto de esta dinámica: el alcoholismo. Si yo salgo de mi trabajo a las 4 de la tarde, y sé que puedo llegar a mi casa a las 8 de la noche, me voy a tomar algo a esperar que el tranque disminuya. Es mi manera para compensar la tensión de estar en un tranque todos los días”, indica.

Hay soluciones, sin embargo. La primera de ellas, explica Uribe, es el transporte. En la capital circula más de 1 millón de automóviles, o el 80% del parque automotor del país. Y cada año suben los índices de compra de vehículos. Muchos de esos autos son la manera de evitar utilizar el transporte público. Evitar gastar la vida en una parada para gastar la vida en un tranque.

Si bien la Línea 1 del Metro alivia la movilización de miles de personas, quienes viven lejos de su recorrido se someten al Metro Bus, un sistema que se promocionó como un salvavidas en un naufragio. La mala eficiencia del Metro Bus dio lugar al peligro: buses piratas, taxis piratas, chivitas, piqueras improvisadas. Gastar la vida en la parada, gastar la vida en la calle, arriesgar la vida en un vehículo no autorizado.

La segunda solución a grandes rasgos, plantea Uribe, es disminuir los desplazamientos hacia las fuentes de empleos, ya sea con la generación de industrias en los extremos metropolitanos o con la construcción de una ciudad equitativa y accesible para todos los estratos. En otras palabras, repensar el boom inmobiliario.

PAÍS EN LAS ALTURAS

Desde la década de 1990, con la caída de la dictadura, la economía panameña se abrió a la inversión extranjera. El istmo se consolidó como un lugar de paso, no solo de mercancía sino de capitales, y así se reflejó en la apariencia de su capital.

En los últimos 20 años se han construido incontables edificios, negocios, centros comerciales e instituciones. Incluso nuevas barriadas. Costa del Este se construyó sobre un antiguo vertedero y Punta Pacífica sobre un relleno de mar. Ambas están repletas de altos edificios de vidrio con precios desde los $150 mil hasta varios millones de dólares. Los que pueden pagarlo se quedan adentro, los que no, se van hacia las afueras de la ciudad. Algo así como si la ciudad fuera un teatro: las primeras filas tienen costos más altos, y la mayoría tiene que acomodarse en la galería, en el gallinero.

Cualquier recorrido por el centro da cuenta de que la ciudad está en un continuo proceso de construcción y en el lugar que uno menos se espera aparece un edificio. O un centro comercial. El boom inmobiliario también cambia la configuración de varios barrios tradicionales. En Coco del Mar construyen una concretera; en Altos del Golf inaugurarán pronto un centro comercial; en San Francisco aparece un restaurante nuevo cada mes, y en Bella Vista desapareció un histórico teatro para dar paso a un condominio.

Este progreso pareciera no acariciar a nadie. Al contrario, se ha creado una resistencia ciudadana que reclama una mayor planificación del Estado para evitar las consecuencias de un crecimiento desordenado y que condena el sistema de zonificación.

Los propios constructores alertan sobre la falta de conexión entre lo privado y lo público. “Históricamente la capacidad de gestión y desarrollo del sector privado supera la capacidad de respuesta del sector público en materia de infraestructura”, dice Iván De Ycaza, presidente de la Cámara Panameña de la Construcción.

Y padecer un mal urbanismo es un asunto terrible: inundaciones por tuberías con residuos de concreto, polvo del caliche, congestionamientos por la entrada y salida de equipo pesado, ruido, caos, muerte.

El Ministerio de Vivienda y Ordenamiento Territorial (Miviot) se encarga de administrar la configuración urbanística del país. A través de su sistema de zonificación habilita o restringe el tipo de construcciones propias de un área. Sin embargo, el significado de zona ha mutado con los años y los cambios se dan en lotes.

Por ejemplo: una familia que vive en un barrio compuesto únicamente por casas decide vender su residencia. El que la compra se plantea destruirla y construir un edificio en su lugar. El Miviot tiene la facultad de cambiar el sistema de zonificación específicamente en ese lote, lo que permitiría hacer un condominio de 10, 20, 30, 40 pisos. El cielo es el límite.

El viceministro del Miviot Juan Manuel Vásquez califica de “egoístas” a quienes se resisten a estos cambios. “El tsunami poblacional es casi tan grave como el cambio climático y si no queremos cambiar nuestras áreas verdes, ¿cómo vamos a meter a esa gente?”, dice; y reitera que el crecimiento de la ciudad no puede ser desordenado. Eso por un lado. Pero por el otro, está el negocio. “No podemos suspender el crecimiento y decirle a la empresa privada que espere porque generaría un caos económico”.

Lo mismo opina el ingeniero municipal capitalino, Antonio Docabo: “Hay como 200 proyectos y si nos ponemos a verlos todos, se desarrollarán 20 proyectos al año y frenamos la economía”, dice como respuesta ante la inquietud de por qué la Alcaldía no fiscaliza en terreno los proyectos inmobiliarios. “[Cumplir los planos] es responsabilidad exclusiva de quien construye”, añade.

El arquitecto Ricardo Bermúdez resume el escenario en una frase: “Puedo tener todo sellado y en orden, pero no lo cumplo”.

Un muro de contención se derrumbó hace unas semanas en Costa del Este, por ejemplo. El accidente se produjo por un mal cálculo en el volumen de agua que podría retener. En minutos, la imagen inundó las redes sociales.

La falta de planeamiento inmobiliario también incluye el fenómeno de querer mejorar la posición. Son varios los casos de edificios que tuvieron una vista privilegiada -reflejada en su costo- hasta que alguien compró el lote de al lado y decidió desarrollar un edificio más alto y ancho. “Se obstaculizan entre ellos y no resulta provechoso vivir en uno de esos edificios porque es complicado entrar o llegar a él. Siempre ha sucedido eso, pero antes los afectados eran casas. Ahora es mucha más gente la que queda perjudicada”, explica Uribe.

Doña Graciela es un condominio elegante en el centro de la ciudad. Consta de cinco pisos, los apartamentos tienen balcones y está a solo unos pasos de la estación del Metro de la vía Fernández de Córdoba. Hace unos años empezó la construcción de un edificio en el lote contiguo. Resultado: donde antes había un balcón con una vista panorámica de la vía España, ahora aparece la pared del costado de los estacionamientos del nuevo proyecto. La distancia entre los dos edificios es apenas de medio metro.

Dice el viceministro Vásquez que eso va a cambiar, que existe un plan metropolitano hacia los próximos 20 años que comenzará a regir en 2018. Pero como todo en Panamá, “dependerá de la voluntad política”.

Mientras eso sucede, los edificios cubrirán el firmamento y los recuerdos históricos de la ciudad. Como ocurre con el cerro Ancón, al que los edificios altos y de vidrio ocultan desde la mayor parte de la cinta costera. “¿Qué has hecho de tu espléndida belleza, de tu hermosura agreste que admiré?”, tendría que repetir Amelia Denis De Icaza.

ME VERÁS CAER

A Rosa le preocupa mucho su seguridad mientras recorre la ciudad. No es que piense que la van a asaltar, ni mucho menos. Es que sabe que la capital no está hecha para sillas de ruedas y que en cualquier descuido se puede accidentar.

“Uno gasta mucha energía en preocuparse por las cosas que le pueden pasar: un susto, una caída, un malestar. Y son cosas que no deberían pasar, pues estás en tu ciudad, donde vives”, se lamenta desde uno de los pocos restaurantes en vía Argentina que tiene rampa de acceso.

Rosa no tiene la destreza de toda una vida en silla de ruedas. Hace cuatro años la comenzó a usar debido a las complicaciones de padecer esclerosis múltiple. “Es imposible moverse sin ayuda. Quienes lo hacen son atletas. Pero no todos tienen esa facilidad. Te fatigas al tratar de subir y bajar las aceras altas, y más con este sol. Simplemente te rindes”, añade.

Aún así, Rosa, de 30 años, recorre la mayor parte de la ciudad como parte de los trabajos de su fundación Somos todos, en la que entrevista a personas con diferentes discapacidades. Eso sí, al centro y al Casco Antiguo no va por nada del mundo. “No hay estacionamientos y las aceras son estrechas”. Es la discriminación del siglo XXI.

La ciudad de Panamá no solo es difícil para las sillas de ruedas, sino para todos los peatones: no todas las vías tienen aceras y si las hay las ocupan los autos por la falta de estacionamientos; hay pocos pasos y puentes peatonales; los autos se detienen en los cruces y no obedecen los semáforos; las construcciones se toman espacios públicos; la acumulación de basura impide el paso; bocinas por aquí; gritos por acá. Convivir en caos.

Todas estas son condiciones propias de las capitales. Sin embargo, en la ciudad istmeña no hay un punto de escape. Donde podría construirse una plaza, desarrollan un edificio; donde podría haber un parque, un centro comercial; y en los espacios verdes en medio de los barrios no hay ningún tipo de actividad que promueva estar allí.

El parque Omar, en la vía Porras, ilustra la situación. Apenas si en verano las autoridades desarrollan espectáculos culturales, pero el resto del año solo funciona como un gimnasio público: no hay exhibiciones, conciertos, actividades que rompan la rutina. Eso sin contar lo difícil que es ir después del trabajo sin asfixiarse en el tráfico.

Uribe lo explica como una condición que va de la mano con la visión mercantil en el istmo. “La economía de mercado hace que el espacio tenga un valor económico y eso prevalece sobre todo lo demás. El espacio como bien público es una consideración de segunda clase frente a la idea de negocio. No se ve al ciudadano como ciudadano, sino como consumidor”, asegura el urbanista.

Dos ejemplo claros: Nueva York tiene muchas más personas y muchos más edificios que Panamá. Pero hay mejores condiciones de vida. Hay parques, plazas, exhibiciones, lugares de espacio público para el esparcimiento de la ciudadanía. Igualmente Tokio, que también propone un escape, por llamarlo de alguna forma, ante el estrés que produce vivir en el centro. “La ciudad de Panamá está orientada a los autos y no al ciudadano. Los japoneses producen más carros que nadie, pero el espacio público es una característica preservada y producida”, añade Uribe.

Para los autos panameños la cuestión tampoco es un paseo. Dentro del propio centro hay tráfico a toda hora, todos los días de la semana, hay avenidas principales en permanente reparación, hay huecos en las calles, están los que manejan por los hombros, los que bloquean las intersecciones, los que se estacionan en un paño. Impera la ley de la selva.

“Vivimos en una ciudad violenta: violenta en la comunicación verbal, entre los conductores, en las familias, en las escuelas. Es una ciudad que genera mucha tensión, y esa tensión tiene que canalizarse”, explica el sociólogo Maloney.

Y es entonces cuando las campañas ciudadanas adquieren un matiz vital. Durante meses, la Secretaría del Metro bombardeó los medios de comunicación y las redes sociales con mensajes positivos sobre cómo utilizar la Línea 1 del Metro que se inauguraría unos meses más tarde. También se contemplaron sanciones para quienes no cumplieran, que incluyen multas y expulsiones del sistema.

La diferencia hoy es palpable. Mientras que en las calles hay basura por doquier, gritos, estrés, dentro de las estaciones la gente utiliza los basureros, camina en orden, espera que los pasajeros salgan para ellos entrar, ceden los puestos.

“Debe haber campañas ciudadanas permanentes, porque cada generación debe aprender a leer, a hablar, a asearse, a convivir. Debemos aprender a tratarnos bien, a pensar en los otros. Por eso el Metro tiene tanto éxito. No solo es un método de transporte, sino una escuela de ciudadanía”, dice Uribe.

El director de Planificación Urbana del Municipio capitalino, Manuel Trute, parece tenerlo claro: “El proceso de cambio es muy largo, pero ya hemos perdido mucho tiempo en no hacerlo. Las ciudades deben ser equitativas, que todos tengamos derecho a ellas, que sean resilientes y eficientes”.

Bermúdez, por su parte, también propone repensar el crecimiento de la ciudad. “Panamá va a seguir creciendo, pues es absurdo pensar que se le pondrá camisa de fuerza. Pero tenemos que llegar a un consenso para ver cuál es la ciudad que queremos”, asegura.

Más allá de los índices económicos, de los edificios altos, del grado de inversión, del aporte del turismo, de un sistema financiero robusto, de megaobras, y de reuniones en el exterior, el primer paso para esa ciudad del futuro podría ser, simplemente, otorgar el derecho a vivir en paz.

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