Los avistadores de aves
Las danzas de los wounaan imitan a la naturaleza. Sobre todo, a los pájaros. Demuestran hasta qué punto la cultura está ligada a la tierra y a la vida del bosque. Se baila para celebrar, se baila para curar y se baila también como ofrenda. Un ciclo sagrado que lleva siglos saltando de generación en generación. Desde que se recuerda, los niños observan a las aves y lentamente van incorporando, por imitación, los movimientos que se transformarán en las danzas ancestrales.
En los últimos años, sin embargo, ese ciclo parece interrumpirse. La deforestación y la intervención en los bosques está resultando en la ausencia de algunas aves. Una en especial, pequeña y marrón, no se ve desde hace tiempo. Es el kokorrdit. Lo mismo sucede con la música. Los wounaan suelen danzar bajo el influjo del tambor y las flautas. Flautas que en algunas ocasiones intentan imitar el canto de las aves. Sin el kokorrdit, la reproducción de las danzas está en peligro.
A raíz de esta situación, un grupo de hombres y mujeres wounaan en Puerto Lara decidió comenzar a monitorear y censar a las aves en sus bosques. Con el apoyo de la organización sin fines de lucro Native Future, formaron el grupo Oropéndulas Negras. Una especie de brigada indígena de avistamiento de aves. Entendieron que, siguiendo la presencia de aves en un ecosistema, se pueden sacar conclusiones inquietantes.
El nivel de diversidad y cantidad de aves sirve para medir la salud completa del bosque. Así como los campos de monocultivo suelen tener una reducida presencia de aves, en los bosques tropicales como Darién pueden llegar a 600. Incluso en bosques en recuperación, como los de Puerto Lara, pueden ser de más de 200 especies.
A esa conclusión llegaron el pasado 5 de enero cuando los Oropéndulas participaron en una de las actividades de ciencia ciudadana más grande del mundo: el conteo de aves navideño de la Sociedad Nacional Audubon.
La desaparición de aves –que controlan la población de insectos y funcionan como dispersoras de semillas– impide el sostenimiento y la regeneración del bosque.
“Fue una revolución en la comunidad”, explica Chenier Carpio, vocero de la organización. “Empezaron con un grupo siete hombres y dos mujeres que formaron las Oropéndulas Negras y luego se armó otro grupo de 10 mujeres, las Tangaras Azules”.
Los niños también modificaron su conducta. Tiempo atrás solían tirarles piedras a los pájaros como divertimiento. Pero desde que ven a sus padres tan atentos, tiraron las hondas a la basura y ahora andan por allí con los libros, reconociendo los nombres científicos y características de las aves. Otra cosa central es que aprenden el nombre de las aves en su idioma, el wou meu, y el significado cultural de cada una, una manera de detener el proceso de aculturación que sufren diversos grupos alrededor del mundo.
Y en el camino descubrieron también que había un gran mercado turístico relacionado con el avistamiento de aves, y comenzaron a organizar recorridos con ese fin.
La periodista
Ligia Arriaga nació en Ecuador, pero pasó la mayor parte de su vida en Darién, donde llegó a los 20 años y de donde solo se fue para salvar su vida.
En 2008, comenzó a trabajar como corresponsal para Sertv de Panamá. Fue la primera en denunciar los negociados alrededor de la laguna de Matusagaratí, que sirve de refugio a las aves migratorias y de cuenca de reproducción de peces. Y no solo eso: es una de las reservas de agua dulce más importantes de Centroamérica, con un cuarto de su flora y fauna endémica.
Hasta que un grupo de empresarios colombianos logró titular las tierras y comenzó a sembrar arroz y palma aceitera.
A lo largo de los últimos 15 años, fueron cavando extensos canales que, poco a poco, diezmaron la laguna, un humedal continental de importancia biológica primordial que poco a poco se ha ido desaguando, sumado a la utilización de agroquímicos para los monocultivos, que ha ido minando la biodiversidad característica de Matusagaratí. Con cada cosecha aumenta la mortandad de peces y disminuye la llegada de aves. Y los venenos van bajando hacia el río Tuira, arteria fundamental del Darién.
Sus denuncias la pusieron en el ojo de la tormenta. Ella narró de qué forma la empresa, aliada con políticos locales, logró titular las tierras. Fue ella la que denunció delitos ambientales. Fue tal su insistencia, que los empresarios sintieron su negocio en riesgo. Hasta que la violencia, como un viento, llegó a su vida.
Una tarde, de la nada, llegó a su casa de Metetí el sacerdote de Yaviza. Ella no lo conocía y la sorprendió su visita de improvisto. Sin mediar explicación, el sacerdote la obligó a subirse a su carro y la sacó del pueblo. Una vez llegaron a un lugar seguro, le dijo que un sicario colombiano le había revelado en santa confesión que había sido contratado para matarla y hacer desaparecer su cuerpo.
“¿Tú has hecho alguna denuncia en los últimos tiempos?”, le preguntó. “Hace años que los vengo denunciando, padre. Lo que hice ahora fue poner una denuncia judicial”, contestó.
Nadie sabe bien de qué forma los empresarios habían accedido a información del sistema de justicia, donde queda registrado el nombre de los querellantes. Aunque el sacerdote logró que la Policía le pusiera una custodia permanente, eso duró apenas unos días. Incluso, se enteró de que al sicario que se había arrepentido le dieron una golpiza que lo dejó en el hospital.
¿Qué hizo Ligia? Redoblar la apuesta. Junto a otros activistas, fundó la organización sin fines de lucro Alianza por un Mejor Darién. Sentía que si no era ella, sino una oenegé la que realizaba las gestiones, estaría más segura. Sin embargo, nada cambió. A pesar de denunciar la situación ante la justicia panameña, las amenazas siguieron.
En 2015, volvieron a amenazarla con un anónimo y en 2016 otra vez le dejaron saber que iban a matarla simulando un accidente. “Fui a la justicia, a los medios y estos empresarios parecían intocables. Entendí entonces de qué se trata la impunidad”.
Ligia sintió que en Darién ya no estaba segura y temiendo por su vida, decidió salir del país. La organización Frontline Defenders escuchó sobre su historia y le facilitó los recursos para construir su seguridad en Europa, fuera de Panamá. Ligia no quería aumentar la larga lista de ambientalistas asesinados en Centroamérica. No quería ser otra Berta Cáceres. “Los bosques se defienden con la vida. Esa es nuestra realidad”, asegura ella, que luego de dos años regresó a Panamá. “¿Por qué vuelvo? Porque nada ha cambiado. Porque no puedo vivir escondiéndome. Cumplo con mi responsabilidad como periodista y con la responsabilidad de todo ciudadano del mundo en este siglo: defender la naturaleza”.
Los reforestadores
La comunidad de Piriatí es relativamente joven. En los años 70, el gobierno de Omar Torrijos decidió construir una gran represa que dio nacimiento al lago Bayano y obligó a los habitantes emberá de esas tierras a trasladarse aquí. Les prometieron mejoras, escuelas, casas, lo de siempre. Sin embargo, no les dieron nada.
Los trasladaron a un inmenso campo al lado de la carretera que había sido usado para ganadería durante años. La tierra estaba muerta. No había bosques y para sobrevivir tenían que trabajar como jornaleros en fincas cercanas. Construyeron casas de madera y como pudieron fueron sobreviviendo. Su cultura fue negada y los jóvenes comenzaron a marchar hacia la ciudad.
Raquel Cunapio, que nació aquí y tiene 30 años de edad, decidió que ya era hora de recuperar su cultura. Entendió que la única forma de lograr un renacer comunitario era recuperar los bosques. Fue un aprendizaje lleno de frustraciones. Si quería hacer un festival de cultura y le preguntaba a sus abuelos cómo hacían para pintar los cuerpos, le hablaban de semillas que ya no estaban.
Si quería poner un puesto en la carretera para artesanías y quería hacer vasijas de plantas en el bosque que producían ese tipo de fibra, lo mismo. Si se resfriaba y en el centro de salud le recomendaban ibuprofeno, ella recordaba que sus abuelas le hablaban de tés y hierbas que ni sabía cuáles eran.
Y entonces se encontró con la gran pregunta: ¿quién sabe cómo construir un bosque tropical? Sus abuelos no podían darle respuestas. Nunca se habían enfrentado a esa cuestión. Los bosques siempre habían estado allí y ellos habían aprendido a vivir sin afectarlos.
Fue así que se embarcó en la búsqueda de ingenieros agrónomos y ambientalistas para entender cómo proceder.
Los bancos de semillas no tenían las especies que ella necesitaba. Lentamente, comenzaron un proceso de reforestación que no busca ni la producción alimentaria ni la explotación de la madera. Y lentamente, van viendo los resultados.
“Al negarnos el bosque, nos negaron nuestra cultura. Y durante décadas mi gente tuvo miedo de pelear por lo suyo. Pero eso se terminó”, dice Raquel, mientras trabaja en el vivero de la comunidad haciendo pequeños plantones que luego serán plantados, esperando que en el futuro un bosque robusto vuelva a crecer y a darle a sus hijos y nietos la posibilidad que a ella le fue negada: vivir como su cultura propone.
En el bosque, con el bosque y para el bosque.