Mario Plátano González, el líder de la secta que sacrificó a siete personas, casi todos miembros de una misma familia, era una especie de lobo solitario en El Terrón, el poblado de la comarca Ngäbe Buglé, donde ocurrieron los hechos.
En el pueblo lo describen como un hombre agresivo que en varias oportunidades intentó matar a varios de sus vecinos a machetazos. También lo acusan de falsificar la firma de una mujer de la comunidad para apropiarse del terreno donde construyó su templo.
“La religión era él y la familia”, afirma Pacífico Blanco, quien narra que “todo el mundo se apartaba de él” para evitar problemas. Los pocos que le seguían, dicen, era gente de aldeas cercana.
Otro habitante de El Terrón cuenta que no tenía una buena relación con su hijo Josué, el hombre al que le mataron a su mujer y a 5 hijos.
‘Nació con Lucifer por dentro’; así describen al líder de la secta
El bramido de una vaca puso en alerta a Pacífico Blanco. Eran las 8:00 a.m. del martes 14 de enero y el agricultor de 33 años desayunaba en su casa, para después enfrentarse a la principal faena del día: atender su cosecha de arroz.
Sin embargo, el mugido del animal lo desvió de esa tarea. Tomó el camino que lo lleva a su potrero para ver qué pasaba, y una extraña escena lo dejó mudo: “Ví al señor Mario González cargando una hamaca con lo que parecía una persona desnuda. Mientras yo lo veía a él, los hijos llevaban otra hamaca. Más atrás, llevaban otras. Ahí fue cuando yo tiré la alerta y dije: ‘esto es muerto”. Otros de sus vecinos ya sospechaban que algo raro pasaba. Desde hacía varias horas, la quietud de la selva y la montaña a ratos se interrumpía con gritos y ruidos. Después de observar el desfile de cuerpos que iban rumbo al área donde está el cementerio, Pacífico avisó a todo el pueblo. Aterrados, empezaron a prepararse con palos y machetes para lo que fuera necesario. Ya era tarde. Mario Plátano González y sus seguidores, congregados en la denominada “Iglesia de Dios”, en medio de un oscuro rito, habían matado a golpes, quemaduras y machetazos a una mujer embarazada, a sus cinco hijos y a una chica de 17 años.
Son los acontecimientos que tienen en la escena pública a El Terrón, una comunidad de 300 habitantes, ubicada en las montañas de la comarca indígena Ngäbe Buglé, un lugar inhóspito donde el Estado no existe.
Aunque la mayoría de los pobladores se enteraron tarde de que el culto de Mario González incluía muertos, al menos cinco personas que lograron escapar de la siniestra ceremonia, desafiaron los pantanosos caminos para llegar hasta poblados cercanos en busca de ayuda.
A Javier Valle, director médico del centro de salud de Río Luis, un apacible corregimiento de Santa Fe, en Veraguas, también le será difícil olvidar aquel martes 14 de enero. A las 8:00 a.m. atendió a Eduardo, un adolescente de 15 años, con hematomas en los muslos, en el torax y en los brazos. Tenía excoriaciones en la espalda, una herida de aproximadamente un centímetro en la lengua y presentaba golpes en los testículos. El chico es hijo de Josué González, el hombre que perdió al resto de su familia en el ritual. Le contó al médico que un día antes, el lunes 13 de enero, un tío lo sacó de su casa a la fuerza. Lo llevó a la sede del culto y allí le quitaron la ropa, lo ataron y lo obligaron a que “vomitara al demonio”. Después de que lo golpearon en todo el cuerpo, pararon un momento y se concentraron en otra víctima. Fue ahí cuando el chico escapó. Volvió a su casa, se puso ropa y se escondió, hasta que llegó Josué, su papá. Huyeron. Caminaron durante horas en medio de la selva oscura, hasta que llegaron a Río Luis.
Eduardo no fue la única víctima del rito que atendieron en ese centro de Salud. El domingo 12 de enero ya habían pasado por ahí otros tres hombres que también escaparon. Golpeados, quemados, heridos. A todos los enviaron al hospital Luis Chicho Fábrega, en Santiago, provincia de Veraguas.
El domingo 12 de enero, el cacique de la comunidad, Evangelisto Santos, también abandonó su pueblo para pedir ayuda. Lo hizo cuando vio a Antonio, uno de sus vecinos, quemado y golpeado después de asistir a los ritos. “Lo llevé a Río Luis y lo mandaron al [hospital] Chicho Fábrega”, narra la autoridad indígena a La Prensa. Después, se fue a Santiago “a lanzar la noticia”: un hombre de su comunidad tenía sometidos a varios pobladores para sacarles los demonios. Había que hacer algo, y pronto. Pero en ese momento desconocía que el fanatismo de Mario González incluía asesinatos. Por eso, el martes, cuando regresó a El Terrón, ya la tragedia habitaba en el pueblo. Con lágrimas en los ojos, sus familiares y vecinos le contaron de las muertes. “Yo había tenido contacto con el personero, la fiscalía de Bocas y ellos iban a venir en horas de la tarde. Tuve que volverlos a llamar y decirles que tenían que venir con urgencia, porque la tragedia era grande”, cuenta el cacique. “Llamar” por teléfono en esa comunidad implica casi un deporte extremo.
Hay que caminar muchos kilómetros durante varias horas para encontrar un sitio donde se pueda tener una señal para llamar a celular. Un habitante de El Terrón, acostumbrado a esta topografía, llega a pie en tres horas y media a Río Luis, un tramo que a cualquier persona le tomaría al menos seis. Pero resulta que allí tampoco tienen cobertura móvil. Cuando llegaron las autoridades y rescataron a 15 personas y capturaron a 10, todo Panamá se enteró de la desgracia.
No se sabe si la acción de la Policía fue por el grito de auxilio que lanzó Josué, por los relatos de los heridos que llegaron al Chicho Fábrega o por los oficios del cacique.
Un lobo solitario
Por lo que describen los habitantes de El Terrón, Mario Plátano González es un hombre que ha tenido varias facetas: agricultor, porcicultor, político y líder religioso. Le dicen Plátano, porque durante un tiempo se ganó la vida cultivando y vendiendo plátanos. A la vez, criaba puercos para después venderlos en los poblados cercanos. Sus habilidades para la administración pública las ensayó hace ya varios años, cuando fue corregidor. En el pueblo no recuerdan si fue en 2010 o en 2011. Mientras que el tema que hoy lo tiene preso, los asuntos de la fe, es más añejo. Aunque creó su grupo hace aproximadamente ocho años, en El Terrón aseguran que no tuvo éxito en la comunidad. Entonces se convirtió en una especie de lobo solitario, únicamente respaldado por sus hijos y su esposa Olivia Valdés, a la que acusan de reclutar adeptos a la fuerza.
Ocasionalmente lo acompañaban personas de comunidades vecinas: de Valle Guayacamaya, de Cagüita y de San Soledad.
¿Por qué alguien que predica los asuntos de Dios y carga una Biblia en sus manos, no tiene éxito entre los suyos? En la aldea afirman que siempre trató mal a todos. Lo definen como “agresivo, problemático, buscapleitos, y amigo de lo ajeno”.
“Meterse en la casa ajena. Apalear a otros, quitarle las tierras, todo eso hacía; aquí hay personas que son afectadas por eso. Ha quitado tierras. La religión era él y la familia”, cuenta Pacífico Blanco la mañana del viernes 18 de enero, frente a la escuela de El Terrón. La lluvia cae sutilmente y baña los rostros del grupo de lugareños que rodea al equipo periodístico de La Prensa. No les importa el bajareque. Dicen que siempre es así; que luego sale el sol, seca el pasto mojado y la ropa. Pero no se esfuman las lágrimas, la rabia y los deseos de hablar, de contar sus historias. Que todo Panamá se entere que en medio de las montañas que rodean la cordillera existe un pueblo olvidado que no tiene atención del Estado.
Pero la conversación nuevamente se centra en el malo de la historia. Pacífico narra que cuando era corregidor, Mario González le falsificó la firma a su tía Antonia González para quedarse con el terreno en el que construirían el lugar donde el fin de semana hicieron los ritos. Se trata de un rancho de tablas con techo de zinc, donde todavía se puede ver la ropa que le quitaron a las víctimas de la ceremonia fatal.
“Pecho a pecho, el señor Mario González le quitó la tierra. Como era corregidor falsificó los papeles. Y como en la comunidad no le hicimos caso se fue creciendo (...)”, afirma.
Su hermano Diomedes le pone un rostro más tétrico al líder del rebaño. “El nació con Lucifer por dentro. Era Lucifer, el diablo”. También tiene algo que decir de dos de sus adeptos, uno de ellos, su hijo. “Eso ellos lo hacían conscientes. Todo lo que hacían era como un ajuste de cuentas”. Narra que “Josafat González”, quien por esos días se proclamó como profeta, le contó todo. Que había que salvar almas sacándoles los demonios a golpes. Que no tocaban las puertas de las casas para evangelizar. Simplemente entraban a las casas y quien se resistía a ir con ellos se lo llevaban a rastras. Le llegó a decir: ‘¿quién contra nosotros?’
El cacique, quien se proclama como católico, cuenta que antes del fin de semana macabro, el culto de Plátano González no había registrado comportamientos raros. Cantaban, y oraban, pero sin nada que llamara la atención. También narran que González tampoco tenía una buena relación con su hijo Josué. En el pueblo no entiende por qué, si Josué es un buen hombre. Es trabajador: siembra yuca y plátano, y era respetado en la comunidad.
Hay dolor en El Terrón. Guardan luto, lloran a sus muertos y exigen que la justicia castigue a los culpables. Ya el primer paso se dio: desde el pasado viernes en la noche enfrentan cargos de homicidio agravado, feminicidio y privación de libertad.