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TURISMO E HISTORIA

La espléndida belleza de un cerro

La espléndida belleza de un cerro
La espléndida belleza de un cerro

El mar se desdibuja desde la cima del cerro Ancón. Su horizonte se atenúa hasta confundirse con el cielo azul. Una escena que queda enmarcada por el progreso inmobiliario panameño: de un lado, las torres de la flamante y costosa cinta costera; del otro, las de Punta Paitilla.

El cerro, símbolo de la panameñidad, es noble y permite observar en su cúspide toda la ciudad a sus pies.

Hay un silencio acogedor. De no ser por los turistas o quienes suben para hacer ejercicio, habría una paz absoluta, irrumpida solo por el viento.

“Se puede subir solo a pie”, advierte un hombre de cabello canoso que está en una garita de aspecto residencial, justo donde comienza el tramo hacia la cima. Dice que son órdenes oficiales, que es para minimizar los daños al cerro, que no, que no se puede, que él también es el que cuida la barriada de Quarry Heights, una urbanización exclusiva a la que tampoco puede entrar cualquiera y que alberga, precisamente por ese motivo, el polémico Consejo de Seguridad.

Son los vestigios del cerro prohibido, del lugar que alguna vez fue controlado por el Ejército de Estados Unidos, protectores absolutos de la Zona del Canal y que utilizaron el cerro Ancón como punto neurálgico de vigilancia y estrategia. Fue desde allí, cuentan algunos, desde donde se afinaron las maniobras de la invasión de diciembre de 1989.

“Centinela avanzado, por tu duelo; lleva mi lira un lazo de crespón; tu ángel custodio remontose al cielo; ¡ya no eres mío, idolatrado Ancón!”, se lamentaba la poetisa Amelia Denis de Icaza cuando en la década de 1920 regresó de Nicaragua -donde vivía- y se encontró con aquellas nuevas imposiciones.

“Tienes que dejar el auto afuera y solo subir caminando”, repite el centinela, vestido con uniforme de seguridad privado.

Tras su reversión a la administración panameña, las faldas del cerro Ancón se transformaron en áreas cotizadas, privilegiadas. Algunos lograron una casa en uno de sus barrios a través de contactos políticos, mientras que otros se basaron en su poder adquisitivo para comprar una de esas propiedades. Hay casas, sin embargo, que parecieran estar a merced de lo que alguien decida. Lucen abandonadas, sucias, con vidrios rotos. La mayoría de ellas, si no todas, son administradas por la Autoridad del Canal de Panamá.

Vivir en el cerro es excelso. Es vivir rodeado de naturaleza, de tiernos venados que merodean el pasto, de ñeques que corren entre los patios, del trillo de las aves, de paz. También de la humedad de la selva tropical. Pese a que las propiedades son bastantes costosas, se pueden conseguir aún apartamentos o cuartos de alquiler a precios accesibles.

Vivir en el cerro también es vivir alrededor de la historia. Es el camino que tomaron los mártires del 9 de enero para llevar la bandera panameña de la escuela estadounidense, es donde vivió el gobernador de la Zona de Canal que hoy ocupa el administrador de la Autoridad del Canal de Panamá, es donde estuvo un centro médico de investigación de punta que hoy ocupa el Instituto Oncológico Nacional. Es la panameñidad que late viva desde la cima donde ocultábase el lucero.


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