La línea 3 del Metro de Panamá, el Hospital del Niño, el Instituto Oncológico Nacional, la nueva sede del Centro Regional Universitario de San Miguelito, decenas de millones de dólares en compras de medicamentos e insumos por parte de la Caja de Seguro Social, y ahora el Censo Nacional de Población y Vivienda de 2020, han sido paralizados por impugnaciones en los procesos de licitación que pretendían adjudicar los mencionados contratos.
En todas las ramas del derecho moderno se busca fortalecer el debido proceso y el acceso a una justicia rápida y oportuna. El abuso de recursos legales se convierte en un abuso del derecho. Aunque en otras disciplinas, como el Derecho Laboral o el Derecho de Familia, se sancionan duramente las acciones dilatorias, en el Derecho Administrativo, que rige las contrataciones públicas, no hay en la práctica nada similar.
Esta tendencia se mezcla con otra, que es muy común en los Estados latinoamericanos: el contratismo. Por múltiples razones, desde ideológicas hasta tecnológicas, una mayoría de los Estados latinoamericanos redujo su capacidad de atender directamente necesidades ciudadanas, para externalizarlas o licitarlas periódicamente.
Según el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), para el año 2016, en América Latina se hicieron compras públicas por más de 450 mil millones de dólares. Esto da una idea del tamaño del mercado por el cual compiten las empresas con distintas herramientas y estrategias, desde la corrupción pura y dura, hasta las donaciones electorales a los principales partidos políticos de cada país.
¿Por qué impugnan? Una empresa perdedora en una licitación pública tiene múltiples opciones para atacar la decisión que le afecta. Estas impugnaciones cuestan muchísimo dinero, en abogados, documentación, tiempo gerencial y otros costos asociados a los servicios necesarios para soportar estos litigios. Se pensaría que las empresas evitarían litigar a toda costa, pero en realidad es parte de una estrategia de negocios.
Por ejemplo, algunas empresas proveedoras de medicamentos e insumos de la Caja de Seguro Social impugnan las licitaciones para obligar a la institución a realizar compras directas de carácter urgente, y mucho más caras.
En otros casos, los consorcios que compiten por megaproyectos, como hospitales o el Metro, son competidores regionales e, incluso, mundiales. La estrategia es evitar que el contrincante obtenga otro negocio fácilmente. Es posible, que la expectativa sea que uno de los postores en conflicto abandone la competencia, y le deje el negocio a su competidor.
El marco normativo de las contrataciones públicas panameñas es arcaico y está desfasado. Es muy conocido cómo distintos gobiernos del pasado reciente modificaron la ley de Contrataciones Públicas a su antojo. Las reformas de esta legislación están pendientes en la Asamblea Nacional, pero sin dar señales de apuro.
Entre los proyectos mencionados al principio de esta nota, hay más de 3 mil 500 millones de dólares en obras públicas postergadas, que cuentan con fondos, pero que no se pueden realizar por las impugnaciones.
El absurdo de la licitación del Hospital del Niño, que lleva mas de seis años paralizada, puede ser la gota que rebase el vaso. Si el gobierno nacional quiere de verdad cortar este nudo gordiano, tiene dos rutas a recorrer para resolver algunas de las licitaciones estancadas. Primero, podría usar la partida discrecional de la Presidencia de la República para contratar directamente a un proveedor. En el gobierno de Juan Carlos Varela (214-2019) esto se hizo para adquirir medicamentos. Igualmente, podría hacerse para salvar el Censo del 2020.
Segundo, el gobierno también puede buscar aliados, como el Banco Interamericano de Desarrollo, el Banco Mundial y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, de forma tal que estas entidades convoquen y administren las licitaciones, reduciendo sustancialmente las oportunidades de corrupción y los espacios para impugnaciones necias o malintencionadas.
Lo del Censo de 2020 es particularmente vergonzoso. En 1990, apenas unos meses después de la invasión, la Contraloría, entonces a cargo de Rubén Darío Carles, hizo el censo de ese año. Los cuadernillos fueron impresos por la propia institución. Sin internet ni celulares, los funcionarios de la Contraloría fueron capaces de administrar el censo y tabular sus resultados. Después de casi 30 años de esa proeza, la Contraloría “tiene” que contratar a una empresa para que lo haga casi todo. Eso dice mucho sobre la clase de Estado en el que se ha convertido el nuestro.